Columnas
El 23 de enero —caerá miércoles, esta semana— es una fecha con valor de efemérides para los venezolanos de las últimas generaciones: fue el día en que una vasta e inesperada insurrección civil, apoyada de inmediato por el grueso de las Fuerzas Armadas, derrocó al general Marcos Pérez Jiménez, el último dictador que padeció mi país en el siglo XX.
Las jornadas que precedieron a la huida del tirano estuvieron signadas por una muy cruenta violencia de Estado —censura de prensa, redadas indiscriminadas, torturas, asesinatos—, y por la incertidumbre.
Enero de aquel año comenzó con un bombardeo aéreo sobre el populoso centro de Caracas, aledaño al palacio presidencial de Miraflores, de parte de fuerzas militares insurrectas. Felizmente aquella irresponsabilidad resultó fallida: las bombas arrojadas por los Camberra la mañana del primero de enero, cuando Caracas no había aún sobrevivido a la cruda de Nochevieja, fueron a caer en un lote baldío, sin siquiera estallar.
Como primer brote de insubordinación militar, el bombardeo resultó un episodio que, evocado hoy, me parece salido de una novela caribeña de Ibargüengoitia.
Aunque su impacto causó muertes entre gente inocente, paradójicamente, generó una viva reacción de entusiasmo en la masa opositora. Para entonces, ésta ya pensaba que el Ejército era un adversario colosalmente invencible para quienes sólo contaban con su desarmado arrojo a la hora de salir a la calle a protestar por los desafueros del tirano y su camarilla.
Veintidós madrugadas más tarde, el tirano huyó a bordo de un avión repleto de paniaguados tan ladrones como él. Una urbanización de bloques familiares que la dictadura había ofrecido, demagógicamente, a los trabajadores caraqueños, jamás fue entregada a las organizaciones sindicales de entonces porque los edificios de apartamentos fueron usurpados por especuladores inmobiliarios, socios del régimen.
El gobierno provisional bautizó aquel distrito, distante apenas centenares de metros del Palacio de Miraflores, como “Urbanización 23 de enero”. Para decirlo con pocas palabras, “El Veintitrés”, como se hoy le conoce en la parla caraqueña, es la colonia más brava del oeste de Caracas, universalmente reconocida como cantón de izquierda pura y dura: territorio comanche de los “colectivos” paramilitares, guevaristas urbanos de la Harley Davidson y la Glock 9 milímetros, que brindan sustento al régimen a la manera de un tonton macoute venezolano.
Un gran sonero cubano, Arsenio Rodríguez, expatriado en el Nueva York de los años 40, compuso un guaguancó que ganó el favor del Caribe urbano. Se titula, igual que su estribillo: “Hay fuego en el 23”. Se refiere al número 23 de la calle 110 del Harlem.
En la Caracas salsera, esa expresión ilustra, gracias a una musical magia empática, el enojo de su barrio popular más emblemático.
Con “El Veintitrés, enfogonado y “arrecho”, responderá Caracas esta semana a la pretensión continuista de Nicolás Maduro, usurpador.