Hoy hace justo dos años, a las 13:14 de aquel martes, sentado en mi oficina, de inmediato entendí que no era un sismito más. La estructura completa del edificio donde trabajaba gemía y crujía como queriendo derrumbarse.
Verdaderamente consternado caminé
hacia la salida pero la tierra se agitó de una manera estruendosa. Se sacudía como si quisiera librarse de nosotros.
Vi a colegas alcanzar las escaleras grandes, pero
justo cuando yo empezaba a apretar el paso para llegar a ellos, el estrépito arreció y los y las vi rodar y rebotar como juguetes en su caída hacia la planta baja. Atronadores, vidrios volaban como mariposas y plafones caían como cascadas; tuve que cambiar de ruta e intentar salir por otra vía, la de las escaleras chicas. La tierra se remecía con furor espeluznante.
A mi izquierda, agazapados junto a un muro, unos
colegas me gritaban que me les uniera: “¡Véngase! ¡Acá es más seguro!”. Me negué; calculé que podría llegar en una sola carrera a las otras escaleras. Me di cuenta que sería imposible y me acuclillé junto a mis compañeros.
Un poco más acá, dos o tres compañeras lloraban aterradas; todos intentábamos calmarlas pero la madre
naturaleza no cedía. El terremoto no cejaba.
Me resigné. Creí que moriría ahí, afuerita de mi
oficina, al lado de mis colegas, junto a un extinguidor.
Me indigné también: “¿Así se va a acabar esto? ¿De veras?”. Justo cuando empezaba a rezar pensando en mis
hijos, exactamente cuando en mi corazón me estaba despidiendo de mis seres queridos, aquello empezó a amainar.
Una espesa bruma de polvo sísmico anunciaba
que lo peor había pasado. Nos incorporamos todos y corrimos hacia abajo. Ya afuera, en pleno arroyo vehicular, me preocupé por mi equipo y los busqué, y a todos encontré en buen estado aunque algunas de las colegas muy afectadas y, como buenas mexicanas, se mostraban más preocupadas por sus hijos, esposos y papás que por ellas mismas. Me sentí orgulloso de ellas.
“Ya estamos afuera” les decía a todos al encontrarme con ellos, “hablen a sus casas” mientras nos íbamos
reponiendo. Abracé y saludé a gente que nunca había visto y nos sonreíamos exhaustos y nos decíamos “¡Estamos bien, estamos bien!”. Al regresar (quizá indebidamente) a mi oficina por mis cosas, pude presenciar enormes estropicios. Azorado, me estremecí; era casi una zona de guerra. Tardé dos horas y media en llegar a casa, horrorizado de la devastación de mi entrañable CDMX, que tanto padecemos y que tanto amamos.
No perdimos la fe; de peores habíamos salido. Y de
aquella también salimos, aunque no debemos olvidar y estar siempre alertas. Recuerde el simulacro de hoy; participe. Esta es mi columna #100 para ContraRéplica. Mi gratitud sincera a directivos, y colegas. Los y las abrazo con afecto.
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