Nada se entendería de la historia de nuestro país —ni de la historia de todos los demás lugares— sin un largo anecdotario de traiciones.
Es un misterio que la historia oficial,
esa ficción construida por libros de la SEP y desfiles cada vez más militares que patrióticos, no haya mantenido un par de traiciones famosas para engalanar los esfuerzos valerosos de nuestros héroes.
Pareciera que en el altar de la patria, tan maniqueo
como improbable, no hay espacio para los traidores. Lo cual resulta una sorpresa contradictoria. Porque no hace falta ser un historiador para saber que casi ningún personaje de la historia de México, lo mismo los impolutos héroes que los villanos, podría salvarse del calificativo.
Va un ejemplo juarista. No hace falta desentonar con
la moda de citar a Benito Juárez para divagar en público.
Derrotado y rendido Maximiliano en Querétaro,
Juárez pronto se vio ante la disyuntiva sobre el destino de su prisionero. Por un lado, eran tan variadas como notables las voces que pedían que lo dejara con vida.
Solicitudes de clemencia llegaron de todo el mundo
respaldadas por doctas interpretaciones del derecho romano y las leyes de guerra. Una incluso proveniente de un Victor Hugo que no se cansaba de celebrar las virtudes republicanas de Juárez, tal vez solo para recordar al Presidente las virtudes republicanas que le endilgaban.
Por otro lado, la opción de un juicio sumario acabaría los problemas internos de Juárez más rápido.
De modo que así, en un proceso que incluso pudo haber sido llevado mejor por un agente del ministerio público de nuestros tiempos, se cometió una traición de guerra. Maximiliano fue asesinado una mañana de junio.
Las narrativas nacionales que sólo aceptan héroes
o villanos son siempre peligrosas. Hace de todos sus personajes figuras inalcanzables, seres moralmente superiores, santones dignos de ser emulados. En ellas se esconden las incontables traiciones de sus héroes para proteger el santoral laico que compone lo que a
sabiendas llamamos patria. Por eso estas historias son tan peligrosas: porque son muy frágiles y muy difíciles
de mantener.
Por eso resulta tan peculiar que en el discurso público de estos tiempos que corren se prometa tanto no
traicionar al pueblo. Como si el fulgor inasible, José Emilio dixit, fuera reemplazado por un pueblo que ha votado y botado tres partidos diferentes en menos de veinte años. ¿Qué tan flexible serán los márgenes de lo que es traición?
Tal vez en estos tiempos se haya olvidado que en
la historia oficial no deja lugar para los traidores, que solo serán traidores si así los designa quien designe la historia oficial. Tal vez vivamos en tiempos de exceso de confianza.
Porque, como nos recuerda el ejemplo, los juaristas
no perdonan. Pero, ¿habrán olvidado acaso lo poco que le duró el gusto de su traición a Juárez?
•Especialista en comunicación pública.
Tw: @Torhton