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Amos Oz: el pacifista melancólico

Amos Oz: el pacifista melancólico

Entornos miércoles 19 de junio de 2019 -

RICARDO SEVILLA

Amos Oz (Jerusalén, 1931—Tel Aviv, 2018) siempre tuvo una enorme predilección por las fábulas animales. Le encantaban, sobre todas las especies, los osos. De hecho, el primer libro que el escritor israelí leyó de niño —según narró él mismo en su ensayo Toda nuestra esperanza (1998) — fue un cuento ilustrado sobre un oso grande, gordo y muy orgulloso de sí mismo. El oso, vago y dormilón, chupaba miel sin permiso. En cierto sentido, era una especie de Winnie the Pooh que, dando aturdidas cabriolas, devoraba la miel directamente del panal. Al pequeño Amos, quien siempre se caracterizó por su enorme sensibilidad, le sorprendió que el libro, ya casi hacia el final, anunciara un final muy triste. El úrsido, vago y dormilón, era picoteado por un enjambre de abejas. Afortunadamente, después de sortear algunas peripecias aciagas, el texto llegaba a su auténtico final: un final, por cierto, alegre y esperanzador.

A partir de ahí, el novelista y periodista israelí, considerado como uno de los más importantes escritores hebreos del siglo XX, se aficionó a la literatura y, más aún, se convirtió en un lector obstinado. En Una historia de amor y oscuridad —que es fundamentalmente una historia sobre la madre de Amos Oz — el autor nos cuenta que, a los ocho años, su delectación literaria se transformó en una voracidad incontenible: “mi apetito, casi de la mañana a la tarde, se tornó en bulimia”. Y no sólo eso: el niño fue adquiriendo un comportamiento que alteró a sus padres, quienes, por cierto, lo habían apremiado a leer. Amos, desnudo y llevando únicamente sus calzoncillos, se sentaba a leer a mitad del pasillo que conectaba la sala de estar con las recámaras. El orgullo que sus progenitores habían sentido, poco a poco, fue tornándose en angustia: “Por favor, ve a ver a tu hijo, vuelve a estar sentado medio desnudo en medio del pasillo leyendo. El niño está escondido debajo de la cama leyendo. Ese niño loco ha vuelto a encerrarse en el cuarto de baño y está sentado en la taza del váter leyendo, si es que no se ha metido en la tina y se ha ahogado con su libro”, llegó a exclamar su madre, en un tono, más que preocupado, delirante

La madre de Amos, Fania Mussman, una mujer que poseía una belleza melancólica y un alma depresiva, se suicidó, por cierto, a los 39 años, cuando su hijo aún no cumplía trece años. Lejos de reprobar o censurar el último gesto de su madre, Amos decidió intelectualizar el amor que sentía por ella y, a lo largo de su carrera literaria, fue obsequiándole una serie de obras que tenían el objetivo de glorificar su imagen. No sólo en Una historia de amor y oscuridad aparece la madre del escritor judío; En Escenas de la vida rural,La colina del mal consejo y Donde aúllan los chacales y otros cuentos, podemos leer conmovedores relatos que nos hablan sobre la mujer que, en las noches, entraba a la recámara de su hijo para contarle aquellas historias que, años después, lo llevarían a abrazar la carrera de escritor.

Años más tarde, el adolescente que desde pequeño se había aficionado al extravagante pasatiempo de atrapar serpientes venenosas para extraerles el veneno, comenzó a desarrollar una energía vital que, en cierto sentido, contradecía sus inclinaciones intelectuales. Pocos creían que aquel muchacho rebelde y levantisco pudiera llegar a concretar una carrera literaria. Pero se equivocaban. Al cumplir 22 años, Amos comenzó a escribir y publicar pequeños cuentos y relatos. Cuatro años más tarde, en 1966, salió a la luz su primera novela: Otro lugar, una novela breve que exhalaba una enorme influencia de dos de sus autores predilectos: Shmuel Yosef Agnón y Sholem Asch.

Al mismo tiempo, Amos comenzó a pronunciar, en forma de artículos y conferencias, fuertes críticas contra los asentamientos israelíes en los territorios palestinos, mismas que llegarían a ser publicadas en periódicos hebreos como el Ha’aretz, el Yedioth Ahronoth y, décadas más tarde, en The New York Times.

En diversas ocasiones se pronunció contra las operaciones militares israelíes en Líbano y Gaza, apremiando al diálogo y a la contención. Fue, además de todo, un crítico del gobierno israelí y de sus metodologías colectivas, que incluso llegó a calificar de coercitivas. Los kibutz, comunas agrícolas que representaron un pilar esencial para la creación del Estado de Israel, le parecían prisiones. Le disgustaba que los niños vivieran encerrados ahí. Desde su punto de vista, aquella reclusión no sólo era agobiante y pesarosa, sino “una suerte de sistema penitenciario”.

Pese a su influencia intelectual, el autor de Mi querido Mijael y Fima —acaso sus novelas más desgarradoras y mejor construidas—, era un hombre solitario. Como el protagonista de Las mujeres de Yoel, se había habituado a pasar días enteros solo con sus pensamientos. De alguna manera, supo endurecer inteligentemente su cuerpo con ayuda de una ligera gimnasia matinal y una dieta calculada, con un suplemento de determinadas cantidades de mineralesy vitaminas.

Tras su muerte, a los 79 años de edad, los elogios sobre Amos Oz se concentraron, casi exclusivamente, en exaltar su papel de intelectual socialista y en su activismo antibélico, por cierto destacado. No obstante, además de ser un paradigma de la lucha por la paz y la igualdad, la mayoría de sus libros deben ser considerados como obras clásicas de la literatura del siglo XX y XXI.

Al recibir el premio Príncipe de Asturias, en 2007, Amos Oz describió un día cualquiera en actividad intelectual: “Me levanto a las cinco de la mañana y paseo por el desierto. Eso me viene bien para mantener cierta distancia frente a la grandilocuencia de algunas palabras”.

Más allá de las aclamaciones de repertorio, no cabe duda que la obra de Amos Oz se encuentra en la cúspide de la mejor literatura mundial del último medio siglo. Sus libros —donde el autor demuestra ser un magnífico urdidor de tramas desdichadas y personajes azarosos— pone en juego tres componentes que, una y otra vez, se reescriben y reorganizan en casi todas sus novelas: el infortunio, el sufrimiento y, al final de cada epopeya, el consuelo.


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