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Atrapar al lector con claridad y precisión: Carver

Atrapar al lector con claridad y precisión: Carver

Columnas viernes 05 de julio de 2019 -

Tess Gallagher, viuda del escritor estadunidense Raymond Carver, autorizó la publicación póstuma del libro Sin heroísmos, por favor.

Prosa, poesía y crítica literaria (traducción de Jaime Priede, Bartleby Editores, 2006) y en su prólogo escribió: “Tengo verdadero afecto y respeto por los textos recogidos en este volumen, no ya por su valor biográfico o académico sino, sobre todo, porque reflejan con total honestidad la pasión del espíritu que los integra.

Por ello, me siento en deuda con Willian Stull, que tuvo la idea original y llevó a cabo el tedioso trabajo de rescatar los textos de las revistas y los periódicos”.

El que sigue es uno de ellos:

***
Escribí y publiqué mi primer relato en 1963, hace veinticinco años. Sigo haciéndolo desde entonces.

Creo que esta inclinación hacia la brevedad y la intensidad del relato se debe al hecho de escribir también poesía. Empecé a escribir poesía más o menos a la vez, en los primeros años de la década de los sesenta, cuando estaba todavía en la universidad. Pero esta dualidad no es la única causa. El relato corto me enganchó de tal manera que no hubiera podido librarme de él aunque hubiera querido. Y no quise.

Me encanta esa agilidad con la que fluye un buen relato. La curiosidad que a menudo despierta su primera frase. El sentido de la belleza y del misterio que irradian los mejores. Y también que se pueda escribir o leer sin moverse del mismo sitio, como los poemas.

Al principio –y quizá siga siendo así– los escritores que más me influyeron fueron Isaac Babel, Antón Chéjov, Frank O’Connor y V.S. Pritchett. No recuerdo quién me prestó un ejemplar de la antología de Babel Collected Stories, pero sí una frase de uno de sus mejores relatos. La copié en el cuaderno de bolsillo que llevaba conmigo a todas partes. El narrador, hablando de Maupassant, dice: “Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde”.

La primera vez que leí esa frase sentí una especie de revelación. Era exactamente lo que yo quería hacer, encontrar las palabras justas, la imagen precisa y la puntuación exacta para que el lector se sintiera atrapado por la historia y no pudiera levantar los ojos del texto aunque se incendiara la casa. Puede que sea inútil pedir a las palabras que asuman el poder de las acciones, pero sin duda tiene que ser la aspiración de un joven escritor. Esa idea de escribir con la claridad y la precisión necesarias para atrapar al lector aún persiste en mí. Sigue siendouna de mis metas.

¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, mi primer libro, no se publicó hasta 1976, trece años después de haber escrito el primer cuento. Todo ese tiempo que pasó entre la escritura, el adelanto en revistas y la publicación del libro se fue en un matrimonio temprano, la crianza de los hijos, aprender a volar por mí mismo y a llegar a final de mes como se pudiera (intentaba aprender el oficio de escritor, a fluir sobre el papel como la corriente de un río, aun cuando nada en mi vida lo hacía.)

Pasados esos trece años, era hora de reunir los relatos en un libro y encontrar un editor. Nada fácil, pues eran bastante reacios a comprometerse en la aventura de publicar el primer libro de un escritor desconocido. Intenté aprender rápido cuando tenía un poco de tiempo, escribiendo cuando me sentía inspirado, guardándolo en el cajón y volviendo sobre ello más tarde, con distancia, cuando las cosas estaban más tranquilas. Cuando todo volvía a la normalidad en casa.

Inevitablemente, viviendo así, perdía mucho tiempo. Había largos periodos en los que no escribía nada (cómo me gustaría recuperar ahora el tiempo perdido). A veces pasaba un año o dos sin que pudiera escribir ni un relato, aunque sí poemas. Así la llama no se apagaba del todo, cosa que temía. De forma inesperada, así me lo parecía, llegaría el momento de volver a la prosa. Las circunstancias de mi vida irían mejor o al menos mejorarían y volvería a tener ganas de escribir un relato. Empezaría de nuevo.

Escribí Catedral en quince meses. Pero en los dos años anteriores ya había empezado a trabajar en ese libro. Me encontraba en el momento de hacer balance, de plantearme nuevas metas, de pensar cómo quería escribir. De qué hablamos cuando hablamos de amor, mi libro anterior, había sido importante en muchos sentidos, pero no quería volver a hacer lo mismo. Así que esperé. Di clases en la universidad de Siracusa. Escribí poesía, crítica literaria y un par de ensayos. Una mañana, de repente, ocurrió algo.

Tras haber dormido bien, fui al estudio y escribí “Catedral”. Un relato distinto de los anteriores, sin duda. Había encontrado un nuevo camino por el que avanzar. Me moví. Y rápido. […] V. S. Pritchett define así el cuento corto: “Algo vislumbrado con el rabillo del ojo”. Primero la mirada.

Luego esa mirada provoca una chispa, se ilumina ese momento y lo sella indeleblemente en la conciencia del lector. Hay que añadirle tu propia experiencia como lector, dice Hemingway. El escritor siempre a la espera. Siempre.

Si somos lectores o escritores afortunados, terminamos la última frase de un cuento y nos quedamos sentados tranquilamente. Pensamos en lo que hemos escrito o leído y puede que nuestros corazones o nuestras mentes hayan dado un paso hacia delante. Puede que nuestra temperatura corporal haya subido o bajado un grado. Entonces, respirando hondamente, nos reponemos y nos levantamos, “criaturas de sangre caliente y nervios”, que dice un personaje de Chéjov. Y pasamos a otra cosa. A la vida. Siempre a la vida.




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