La muchedumbre digital juzgaba hace una semana el comportamiento de Karen por haber mentido a su madre para irse de fiesta simulando que iba con un taxista amenazante a su seguridad, pero nadie ha señalado la responsabilidad en que habría incurrido el bar Kalimocho por violar la privacidad y los datos personales de la joven.
La movilización digital para encontrarla se transformó de súbito en su linchamiento en cuanto se difundieron los videos del bar donde estuvo. Tanto los usuarios de las redes sociales como la mayoría de los medios de comunicación se despacharon con la cuchara grande al exhibir y reprobar en forma velada o directamente su comportamiento.
Ella se disculpó públicamente, pero el daño a su reputación e imagen por la difusión de los videos sigue impune, pues hay que tener presente varios aspectos.
Primero, que Karen no es una figura ni servidora pública que justifique la invasión a su privacidad (irse de fiesta, así sea mintiendo a su familia, es una decisión estrictamente personal y no le incumbe a nadie más).
Segundo, que la libertad de expresión y el derecho a la información no son absolutos y uno de sus límites es precisamente la vida privada de las personas establecidos en la Constitución y las leyes.
Tercero, que la instalación de videocámaras no está prohibida, pero tampoco puede ser anárquica, sino debe ceñirse a lo que marcan las leyes. La regulación aplica tanto a las cámaras en la vía pública como a los particulares que las colocan en sus propiedades.
Cuarto, que el bar debería tener, de entrada, un aviso de privacidad que precise el uso de los videos (para la seguridad del lugar y las personas, por ejemplo), cómo protege esa información, quiénes tienen acceso, si son transferidos o no a terceros y para qué, cómo guardan las grabaciones, en qué lugar y por cuánto tiempo, cómo realizan su destrucción, entre otros aspectos.
Con esa información los clientes saben que son grabados y la finalidad de esas imágenes. Decidir permanecer o no en el lugar debía ser un acto libre, informado y consentido por Karen y el resto de los clientes, por lo que no sería legal que los responsables del bar decidieran arbitrariamente difundir o dar los videos a terceros. Solo podrían darlos a pedido de una autoridad competente como la Procuraduría General de Justicia.
No ha quedado claro cómo llegaron los videos a los medios de comunicación, pero ahí empezó su “viralización” en redes sociales. Es innegable que las grabaciones las realizó el bar y con toda seguridad no tuvo el consentimiento de Karen para su difusión. Tan solo esos dos aspectos dan pie a presumir una violación a su derecho a la protección de sus datos personales garantizados en la Constitución y en la Ley Federal de Protección de Datos Personales en Posesión de Particulares, que ameritarían la intervención del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (Inai).
Es probable que Karen no quiera saber más del asunto, que no se hable más de ella, pero en esta era de las comunicaciones digitales será prácticamente imposible borrar lo ocurrido. Hay muchos ejemplos en México y otros países que muy bien explica Ana María Olabuenaga en su libro Linchamientos digitales sobre este fenómeno que llama “la superioridad moral de los linchadores”.
Karen, y cualquier persona, puede acudir al Inai para demandar la protección de datos personales y castigo a quien viole su derecho. Todos lo que recaban datos personales con videocámaras o cualquier otra forma deben ajustar sus prácticas a la ley, y ese organismo también los puede asesorar antes de que afecten derechos fundamentales. Nadie tiene derecho a violar la privacidad de nadie.