Entornos
LÍNEAS DE FUGA
POR PEDRO ZAVALA
Camino por las calles de Ahuachapán y observo las casas pequeñas a mis lados. En ocasiones husmeo en sus interiores y miro los focos encendidos en las habitaciones. La ropa en mi pecho y piernas está untada a mi cuerpo gracias a una capa de sudor. Es domingo y la luz de la Luna ilumina las piedras bajo mis pies.
Después de algunos minutos llego al kiosco de la plaza, en el centro del pueblo. Está atiborrado de mujeres y niños que caminan de un lado a otro, entre los pasillos, junto a las jardineras, o compran nieve de sabores. Es mi primer viaje a Centroamérica y antes de llegar leí al filósofo y teólogo Ignacio Ellacuría. Un jesuita asesinado junto con otros cinco miembros de su comunidad y dos cocineras, en noviembre de 1989. Sus palabras terminaron por involucrarme en un viaje iniciático cuyo destino aún desconozco.
En la plaza miro a un grupo de jóvenes mimos, que escenifican una puesta en escena sobre el asfalto. Las bocinas a sus lados escupen una música sacramental. Escucho atento. Es un monólogo. El monólogo de un niño en los altavoces. Escucho y caigo en cuenta de que es el monólogo de un feto durante el momento del aborto.
Grita. El feto grita o aúlla. Me parece desagradable y segundos después lo encuentro hilarante. Entonces comienzo a reír frente al grupo de jóvenes cristianos, terroristas en ciernes, que al final de la función invitan a los observadores a visitar sus iglesias y claro, a dar algún donativo.
Es mil novecientos noventa y nueve.
Camino hacia los bordes de la plaza y me detengo frente a un teléfono para hacer una llamada. Marco. Mi madre contesta al otro lado de la línea. Hablamos durante un momento sobre mi salud, sobre la comida. Le digo que engordo. Le digo que todas las mañanas mi desayuno está compuesto por raciones extra de arroz, plátanos fritos y queso blanco. Ella ríe como la viajera experimentada que es, mientras pienso que en otra vida formó parte de expediciones hacia mundos desconocidos y salvajes, cargando un cuchillo entre los dientes.
Hablamos. En la noche de Ahuachapán mi madre hace preguntas que cree pertinentes. Con ellas intenta hacerme reflexionar sobre temas prácticos de supervivencia. Las preguntas vienen en el siguiente orden: salud, dinero, hospedaje y comida. Con el tiempo añadirá los temas “mujeres y respeto” y después “problemas varios”. Luego añadirá: “las implicaciones legales, éticas y de salud por el consumo de drogas en otros países”. Tema que escalará en el orden de sus preguntas. Este sólo se verá modificado cuando años después yo llame desde Münich, pidiendo por su intervención para encontrar a algún familiar en Berlín. Su respuesta será la siguiente:
—Es de madrugada en México. ¡Resuélvelo tú! En nuestra conversación telefónica dedicamos algunos minutos sobre el tema del hospedaje. Al hostal en donde me quedo. En la seguridad del mismo. En el bosque negro que miro desde mi ventana, al anochecer. Le comento que por dentro la puerta de mi habitación tiene un pasador del tamaño de un árbol, que impediría el ingreso hipotético de paramilitares, guerrilleros, ladrones o violadores.
Ríe.
De pronto, a la mitad de la charla telefónica, miro un par de destellos al otro lado de la plaza y escucho explosiones. Los niños y mujeres corren y gritan, alejándose de las luces, hacia la dirección en donde yo me encuentro. A mi alrededor las familias se tiran al suelo. Una madre abraza a sus dos hijas, un perro huye. Yo miro más luces y escucho más detonaciones.
Gritos.
Creo que estoy en un tiroteo —digo como un robot estúpido a mi madre. Como diciéndole que pediré un chocolate para la cena o un taxi que me lleve el fin de semana al aeropuerto—.
Me voy a tirar al piso, le informo.
Tengo el mentón sobre el asfalto y los miro: dos tipos que en una carrera maniática se apuntan con pistolas y se disparan, como si de un juego infantil se tratara. Corren y se descargan las armas uno al otro entre risas. Rompen vidrios y ventanas cercanos a mí y luego desaparecen como sombras entre las calles.
Tomo el teléfono de nuevo. Mi madre sigue al otro lado de la bocina. Me sorprende no escucharla gritar.
—¿Ya pasó? ¿Qué fue? —pregunta con una serenidad que me aterra—.
Las piernas me tiemblan y siento el corazón latir en mis sienes.
–Ya. Ya terminó. Eran dos, respondo como diciendo pizza, hola, niños