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Coyoacán, botón de muestra

Coyoacán, botón de muestra

Suplemento viernes 22 de marzo de 2019 -

Julieta García González

En Historia de los indios de la Nueva España, fray Toribio de Benavente pone en boca de la “gente” su propia maravilla al encontrarse con Tenochtitlan, resumida en la siguiente frase: “¿Qué es aquesto que vemos? ¿Ésta es ilusión o encantamiento? ¡Tan grandes cosas y tan admirables han estado tanto tiempo encubiertas a los hombres que pensaban tener entera noticia del mundo!”. El rey, “Moteuczoma”, tenía “muchos jardines y vergeles y en ellos sus aposentos: tenía peñones cercados de agua […]: tenía bosques y montañas cercados”. Notó que, además, “estaban tan limpias y tan barridas las calles y calzadas de esta gran ciudad que no había cosa en que tropezar […]” y el suelo “tan barrido y liso, que aunque la planta del pie fuera tan delicada como la de la mano, no recibiera el pie detrimento ninguno en andar descalzo”. Los cinco lagos de la cuenca, su sistema de trasvases, los más de cien ríos que regaban las orillas y las chinampas, con la ciudad al centro y los pueblos en los alrededores, eran un paisaje abrumador y delirante, algo parecido a un ser vivo. A pesar de eso, los españoles decidieron “remozarlo”, transformar el rostro de lo que tenían frente a sí en algo más familiar. De eso ya pasaron más de quinientos años y no podemos culpar a España, a la brutal guerra de Conquista, el entramado de traiciones y torpezas de los pueblos involucrados, de la ciudad que tenemos hoy.

Las ciudades son sus barrios. Lo que fue un Distrito Federal sumó, engulléndolos, pequeños pueblos enteros. Se identifican los barrios aún, bajo el nombre de colonias: Condesa y Tepito, Del Valle y Juárez, Lomas y Guerrero. A cada una pertenece un trazo de calles, un habla, una arquitectura, proclividades, espacios públicos que son, a la vez, parte del conjunto urbano y rabiosamente locales.

En más de un sentido, la Ciudad de México es el ejemplo que no hay que seguir: ha enterrado a todos sus ríos, ha intentado desecar su lago y pelea a muerte con él en cada terremoto; se hunde y sobresale por acá y por allá. Pero también tiene lo entrañable de la historia de sus barrios, con sus vivos y sus muertos de relumbre, con casas de azulejos, panteones insignes, árboles añejos, castillos, esculturas de concreto, formaciones de lava y la belleza que conllevan.

Esto no es una apología de la retorcida urbanística de lo que fuera la muy leal y noble Ciudad de México. No podría serlo, porque en los últimos años se ha convertido en un lugar desconcertante, a veces terrible.
Si nos preguntamos quién es dueño del caos que ahora impera y cómo llegamos a esto, corremos el riesgo de sonar anacrónicos, como tías furiosas porque las faldas se usen por arriba del tobillo. La pregunta debería ser, más bien, por qué toleramos que siga la destrucción de colonias y barrios, que son pequeños reinados y cajas chicas para cientos de personas en puestos de poder, que lucran al arrendar el espacio público y que se adueñan de la ilegalidad de muy distintas formas.

Vivo en Coyoacán y me pregunto cómo es posible que no haya un escándalo todos los días porque sobre el arroyo vehicular de su avenida central, que atraviesa dos importantes plazas públicas, esté instalada una romería. El tráfico que aqueja a la urbe entera se hace también por los atorones de colonias como la mía. Para que un coche pueda transitar por Coyoacán, debe cuidarse de no volar por los aires junto con el puesto de churros y sus tanques de gas. En la calle, conectados a los faroles de la luz —encendidos día y noche— los puesteros ofrecen sus servicios. Estos “servicios” son siempre de privados y no cualquiera puede ponerse ahí. No sería posible tener un puesto de poesía para llevar o de masajes de alma sin tener vara alta con la alcaldía.

El exfutbolista Manuel Negrete, actual alcalde (PRD), heredó una delegación en la que el espacio público está a la venta. Porque el asunto está organizado. Los puestos en la calle tienen todos toldos del mismo color y las mismas dimensiones. Los vendedores llegan y se van los mismos días y a las mismas horas. Hay señalamientos serios en contra de los delegados anteriores (los Voldemort delegacionales: Mauricio Toledo y Valentín Maldonado) respecto de la venta del espacio y hay, sobre todo, un barrio desastroso que es tianguis y caos y riesgos y basura todos los fines de semana. El centro de Coyoacán parece ser lo más lucrativo y es por eso que, frente a casas y jardines, se instalan puestos callejeros que deberían ser, en un lugar más sensato, más que ilegales. La vendimia se acrecienta como una marea de fritangas los fines de semana y deja las plazas heridas por el huracán de la basura y el desamparo de las autoridades. A últimas fechas, los puentes y fiestas se extienden: duran una semana entera, con feria mecánica y locales hechizos, en los que también se venden chinerías, instalados en las aceras, las avenidas, los macetones.
Yo no podría culpar al alcalde de ser partícipe de ningún negocio, pero sí puedo decir que no ha sido capaz de poner el orden, de parar en seco que vayan y vengan tanques de gas por las avenidas más notables de la demarcación que debe gobernar, de impedir que haya diablitos conectados al alumbrado público frente al edificio delegacional; de lograr que las plazas y los parques públicos le pertenezcan a todos y sean espacios abiertos, seguros y limpios.

Entiendo las urgencias y la crudeza que imperan en algunos puntos de la urbe y sé que una romería parece poco relevante a su lado. Pero también creo que los barrios deben defender su integridad en todos los sentidos, cuidarse a sí mismos para mantener la salud de la ciudad. Creo que es un entramado y que Coyoacán es tan sólo un botón de muestra del estado general de una ciudad que empezó comiéndose su lago y que ahora se come a sí misma.



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IM/CR

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