Lo más preocupante de los últimos días en las mañaneras es que nuestro amado líder cada vez está más convencido de que nadie se porta bien en este país. ¿Cuánto tiempo más pasará antes de que mande llamar a los papás de alguien o envíe a varios a la dirección?
Es curioso el lenguaje que el presidente
usa para referirse a la prensa; no se atreve a decir que hay periodistas que “se han portado mal”, sino prefiere decir con todo respeto, que hay periodistas que “no se han portado bien” —esta forma sutil y eufemística de comunicar es tan nuestra que valdría la pena gritar “¡Viva México, cabrones!”—. Como sea, el hecho es que nuestro amado líder es intolerante a la crítica.
El presidente está amohinado y añora
una prensa que se porte bien porque según dijo “todos los buenos periodistas de la historia siempre han apostado a las transformaciones”. Así al vuelo, lo que me salta es que ninguno de todos los buenos periodistas de la historia tenían clara conciencia de que estaban transformando algo. Desde luego asumieron causas, posiciones políticas, principios, pero siempre con una sana distancia respecto del poder y con una crítica muy filosa.
Nuestro amado líder no miente, pero sí
se equivoca —caray, no me estoy portando nada bien—. Es cierto, todos los periodistas del periodo de la República Restaurada (1867 a 1876) tomaron partido, pero ninguno lo hizo por el poder presidencial, de hecho, las más duras críticas que recibió Juárez en sus 14 años ininterrumpidos como presidente de México, las recibió en este periodo.
Si el benemérito llegó a pensar que por
haber pastoreado exitosamente a la República a través de la guerra de Reforma, de la intervención y del imperio la prensa se le iba a entregar incondicionalmente en tiempos de paz, se equivocó.
Y no podía ser de otra forma. La mayoría
de los periodistas liberales habían sentido en carne propia el acoso, la persecución, las amenazas y la represión de los conservadores, de los franceses y de los imperialistas y si bien comulgaban con las ideas republicanas —y festejaban su triunfo—, una vez que el país regresó a la normalidad, advirtieron que Juárez le había tomado gusto al poder y que tenía una clara vena autoritaria que compartía con su ministro Lerdo de Tejada.
Aún se escuchaban los vítores por el triunfo de la República, cuando en agosto de 1867,
el presidente Juárez lanzó la convocatoria para las elecciones y propuso la realización de un plebiscito para reformar la Constitución, lo cual era una flagrante violación a la misma porque la Carta Magna no contemplaba ese procedimiento para ser reformada. El hombre que había defendido la ley suprema del país, que cargó la legalidad en hombros, que había convertido la Constitución en el símbolo de la resistencia durante la guerra, pretendía violarla flagrantemente en tiempos de paz.
Juárez aún no estampaba su firma en la
convocatoria —que fue rechazada— y las críticas de la prensa ya estaban a la orden del día. Severas, duras, bien argumentadas, irónicas e irreverentes, de todo tipo. Periódicos como El Padre Cobos, La Orquesta, El Ahuizote, El Monitor Republicano, publicaron decenas de notas y caricaturas criticando y haciendo mofa del presidente.
El benemérito fue comparado con Maquiavelo, lo dibujaron como si fuera Juan
Diego pero en su tilma en vez de la guadalupana estaba la silla presidencial, como una sanguijuela, como rey venido a menos, como ídolo azteca, lo representaban de manera grotesca —hoy llamarían a la Conapred—, incluso llegó a ser dibujado besándose con Lerdo de Tejada.
En una de las caricaturas más severas,
aparece un grotesco Juárez con su camisón de dormir, en su habitación. A medianoche es despertado por el fantasma de una joven.
El presidente aterrado le pregunta: “¿Quién
eres?” y ella responde: “¿No me reconoce?”, a lo que Juárez agrega: “por qué habría de conocerte?”. —“Soy la Constitución del 57, por eso ha olvidado mi aspecto” —finaliza el fantasma.
A pesar de todo y en honor a la verdad,
Juárez aguantó candela hasta su muerte.
Nunca regañó, ni reconvino, ni amenazó, ni
amedrentó a la prensa, en todo momento respetó su naturaleza crítica. Claro, porque a diferencia de ahora, “en aquellos tiempos los hombres parecían gigantes” —como se refirió Antonio Caso a esa generación de liberales.