Guste o no, la CDMX es y seguirá siendo clave para el desarrollo político, económico y social que requiere el país.
Por muchas razones, lo que sucede en ella tiene repercusiones inmediatas en el resto de las entidades federativas.
Y esto sucede en prácticamente todos
los ámbitos: desde la movilidad hasta la consolidación de nuestros derechos.
Como muchos otros especialistas que tenemos la
oportunidad de diseñar, promover y evaluar políticas públicas en gobiernos locales, soy testigo de que no hay un tomador de decisión que no volteé a ver, estudiar y rediseñar, en su ámbito de actuación, algunas de las políticas que se implementan —con algún grado de éxito— en la CDMX.
La CDMX es una caja de resonancia sobre lo que
hay que hacer y hacerlo bien. Lamentablemente, también tienen eco las malas prácticas y probablemente se reproducen con más frecuencia de lo que uno pensaría.
Sin quitar mérito a las entidades federativas, es
innegable que fue en esta ciudad donde se acentuaron algunas de las deliberaciones progresistas más importantes acentuadas en el país. Fue aquí, donde en 2016, durante el proceso democrático extraordinario de la ciudad, que se visualizó anticipadamente lo que sucedería en la transición votada de 2018.
Sin embargo, la gran urbe está colapsando. Hoy
podemos asegurar que para una gran mayoría vivir en la CDMX es una de las inversiones más cuantiosas que podría hacer cualquier persona.
Pues sabemos que la movilidad urbana por persona origen-destino supera los 80 minutos en promedio
de punto a punto. La inseguridad pública ha detonado una psicosis colectiva que raya en la zozobra.
Los servicios públicos básicos carecen de inversiones
sustentables. La calidad del aire es prácticamente inexistente a lo largo del año. El transporte público, pensemos en el trolebús, es un servicio carente de calidad y seguridad.
Pero el colapso que se avecina en la calidad de vida
de los capitalinos no se debe al Gobierno en turno. Y tal vez, tampoco al anterior, se debe a la implacable obsesión por justificar prácticas de fraude y corrupción en todos y cada uno de los servicios y derechos que ejecutamos.
“Diablitos” en los consumos de energía eléctrica,
agua, gasolina y gas. “Diablitos” en el etiquetado de alimentos. “Diablitos” en el taxímetro, “diablitos y más diablitos….”. De continuar así, el estrés hídrico, humano, de servicios, y etcétera, dictará que esta ciudad es sencillamente inviable.
Pero ese pleito no es con el actual Gobierno, si
no con una ciudadanía que no acaba de entender el rol de su poder como ciudadano, de su poder como consumidor: pues los “otros datos…” nos apremian a vivir en la modernidad con Uber o en la tragedia del servicio tradicional concesionado de taxis.
•Colaborador de Integridad Ciudadana A.C. @
Integridad_AC @VJ1204