Columnas
En octubre de 2016, a la muerte de Fidel Castro, Andrés Manuel López Obrador expresó que se trataba de “un gigante a la altura de Nelson Mandela”. La comparación histórica no hizo reír a nadie a pesar de que Mandela trajo libertad y consolidó el paso hacia la democracia en su pueblo, mientras que Castro se convirtió en un dictador incapaz de abandonar el poder durante más de 40 años. No deja de ser significativa la admiración que AMLO sentía por el caudillo caribeño.
Si usted visitó Cuba en vida de Castro, sabe que el personaje era omnipresente. A todas horas, todos los días, en todos los canales y estaciones de radio (a menos que usted fuera turista extranjero en un hotel con canales internacionales), había que soportar la voz o la imagen de Castro. Discursos nuevos o viejos, daba igual, todo el día los transmitían. En buen español, eso se llama totalitarismo. Pronunciaba arengas literalmente de varias horas de duración. Aparecía en todo tipo de actos públicos denunciando conspiradores, traidores a la revolución. No figuraban otros actores políticos en escena. La única interpretación de la vida cubana que importaba era la castrista. Y todos los analistas e interesados en política limitaban su intervención a comentar lo que dijo en su última conferencia, discurso o entrevista “El Comandante”, con mayúsculas porque el respeto se volvió idolatría.
La población cubana no tiene acceso a otros datos, a no ser los proporcionados por familiares refugiados en el extranjero. El gobierno castrista nunca ofreció información ni fuentes para verificar sus posiciones fuera de las declaraciones oficiales. No hubo nunca rendición de cuentas ni capacidad de comparar con datos duros de expertos la versión estatal. Los organismos internacionales que cuestionaron sus cifras fueron descalificados siempre como agentes del imperialismo. Si un programa de gobierno fracasaba, la zafra, por ejemplo, no era por ineptitud de los funcionarios u obstinación ideológica, era culpa de una conspiración internacional para bloquear a Cuba. Ante cualquier crisis, para evadir una explicación y el reconocimiento de errores, no se ofrecían los hechos, sino un sermón de moral revolucionaria pronunciado por el pontífice de la verdad revolucionaria: Fidel Castro. Había que ir a todos los rincones del país a difundir la palabra sagrada, del líder que no se equivoca y a quien, consecuentemente, no se cuestiona.
Dicen los seguidores y simpatizantes de AMLO que las conferencias mañaneras son un “gran ejercicio de rendición de cuentas”. Cada vez son más frecuentes (ya las ofrece también el fin de semana) y más largas. Evadiendo preguntas, sin números, sin datos, sin hechos. Un gobernante que consideró a Fidel Castro “gigante a la altura de Nelson Mandela”. Nos engañó, dicen los ingenuos ahora. Su admiración por Castro la confesó en 2016 ¿Cuál engaño?