POR RICARDO SEVILLA
Si “bailar es la poesía de los pies”, como opinaba el poeta inglés John Dryden, entonces Alicia Alonso fue la cumbre poética más alta de la danza cubana.
Basta recordarla alzándose en unas gráciles puntas de pies, al ritmo de aquellas
orquestas y coros que la acompañaban, mientras emprendía una danza etérea con aquellos brazos largos y finos que, no en pocas ocasiones, pasmaron a la crítica ortodoxa.
Alicia Alonso, en su protagónico papel
de Giselle consiguió con esa interpretación, tejer un auténtico poema dancístico.
Pero Alicia Ernestina de la Caridad del
Cobre Martínez del Hoyo no sólo es ya una figura mítica dentro de aquella disciplina, sino de toda la escena artística del siglo XX.
Nacida en 1920 —y fallecida ayer— en
la vieja y salitrosa ciudad fundada por Pánfilo de Narváez, la bailarina y coreógrafa habanera, además de conferirle a la danza una bella y depurada forma, también fue una tenaz defensora de los estilos clásicos.
Y es que, como directora del Ballet Nacional de Cuba, Alicia consiguió mejorar la
técnica de los bailarines de la isla. Y cuando comenzaron a llegar los ejecutantes internacionales, con el mismo ahínco, logró imprimirle a su enseñanza una poderosa disciplina que fue calificada de agresiva e incluso de tiránica.
Como coreógrafa, fue una profesora
rigurosa e inflexible, porque no deseaba que el arte dancístico fuera visto como si se tratase de un mero deporte de competición, en el que se establecían una serie
de aburridas secuencias que sólo requerían de fuerza, equilibrio y flexibilidad.
Alonso, en ese sentido, juzgó que “el arte
del bailarín no debe ser considerado una gimnasia monótona e inexpresiva”. Y pensaba así, porque, además de una técnica, el exponente estaba expresando “una idea dramática y una sensibilidad estética”.
La artista cubana que durante sus
años dorados participó como fundadora y primera bailarina del American Ballet Theatre de Nueva York fue artífice de una
ambiciosa obra cultural que, en medio de críticas, polémicas y envidias, logró esquivar las crisis políticas que enfrentó el castrismo. Aún en los momentos de mayor tensión en Cuba, a muchos les llamó la atención que el Ballet Nacional de Cuba fuera una suerte de excepción y, de manera regular, viajaran a Estados Unidos.
¿Sorteó vicisitudes y burocracias? ¿Supo
tejer amistades con Batista y los hermanos Castro para sacar avante su arte y sus proyectos personales? Ambas respuestas son retóricas.
Porque lo cierto es que no todas las críticas carecían de sustento. Alonso, en la
más completa invidencia, trató de encontrar una explicación lírica para explicar su papel al frente del Ballet Nacional de Cuba: “Veo el baile y la composición de los pasos en la escena con mi imaginación”, dijo, n.
Y muchos, tomados por sorpresa, le
compraron la fábula. Y es que, sin saberlo, la bailarina cubana tuvo en la literatura una aliada ideal para justificar su entelequia. Y no hablo de Homero o de Borges. Recordemos, simplemente, que el gran Samuel Beckett dijo en cierta ocasión: “Baila primero. Piensa después. Es el orden natural”. Y como Alicia
Alonso bailaba y pensaba a un mismo tiempo, tenía los elementos necesarios para conquistar, con una mano en la cintura, un lugar privilegiado dentro del arte dancístico cubano. Si el hecho de que aparezca en escena una bailarina excepcional ya supone en sí mismo un acontecimiento escasamente rutinario, que esa misma persona sea, además, un personaje con una alta sensibilidad política, constituye un hecho inusual.
El que una persona haya sido tan sagaz en lo artístico y lo político— como
lo fue Alonso es un acontecimiento que, más allá de sus indiscutibles recursos artísticos y sus estratagemas políticos, en ciertos aspectos, es un tema que colinda con los neblinosos terrenos de la milagrería.