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Dos grandes voces literarias escriben sobre El Más Grande

Dos grandes voces literarias escriben sobre El Más Grande

Suplemento viernes 22 de febrero de 2019 -

En 1974, en Zaire, tuvo lugar uno de los combates más extraordinarios de todos los tiempos: el de Mohamed Alí con George Foreman. En 1996, el gran campeón viaja a La Habana y visita a Fidel Castro. Norman Mailer y Gay Talese, dos de los autores más notables de la escena literaria de Estados Unidos, escribieron, respectivamente, sobre uno y otro de estos episodios.

El combate

Norman Mailer

Dundee se acercó para vendarle las manos. El observador del vestuario de Foreman, Doc Broadus, se aproximó para estudiar la operación. Era un negro bajito y vigoroso de unos sesenta años, que había descubierto a George Foreman en el Job Corps hacía años y que lo había acompañado durante buena parte de su carrera. Broadus era bien conocido en el Inter-Continental por sus sueños proféticos. Había adivinado en sueños los asaltos en que serían noqueados Frazier y Norton. En el caso de Alí había soñado que George ganaría en dos asaltos, pero esta vez no estaba seguro de la predicción. Debía haberse producido algún fallo en el sueño.

Alí se entretuvo hablando con él como si el hombre más importante de la estancia fuera Doc Broadus, encargado de informar a Foreman acerca de los más mínimos detalles de su estado.

Alí lo miró con dureza, y Broadus movió inquieto los pies. Se mostraba tímido ante Alí. Tal vez llevara demasiados años admirando su carrera para poder mirarlo ahora cara a cara con tranquilidad.

—Comuníquele a su hombre —le dijo Alí en tono confidencial— que más vale que se prepare para bailar.

Una vez más, Broadus movió nerviosamente los pies.

En aquellos momentos, Ferdie Pacheco regresó, furioso, al vestuario.

—No me dejan entrar a ver a Foreman —le dijo a Broadus—. ¿Qué demonios está ocurriendo?— dijo en tono temeroso y escandalizado—. ¡Esta noche vamos a boxear, no a combatir la Tercera Guerra Mundial!

Parecía muy molesto por el trato que le habían dispensado los del otro vestuario. Broadus se levantó rápidamente y salió con él.

Alí se dirigió nuevamente a Bundini.

—Oye, Bundini, ¿vamos a bailar? —preguntó. Bundini no contestó.

—Te he preguntado que si vamos a bailar.

Silencio.

—Bundini, ¿por qué no quieres hablar conmigo? —preguntó Alí a voz en grito, como si la exageración fuera el mejor medio de librar a Bundini de su mal humor—. Bundini, ¿vamos a bailar? —repitió de nuevo, con voz tiernamente festiva—. Sabes que no puedo bailar sin Bundini.

—Has rechazado mi bata —dijo Bundini con su más profunda, ronca y emotiva voz.

—Vamos, hombre —dijo Alí—, yo soy el campeón. Tienes que dejarme que haga algo por mi cuenta. Tienes que concederme el derecho a escoger la bata; de lo contrario, ¿cómo voy a poder ser nuevamente el campeón? ¿Vas a decirme lo que tengo que comer? ¿Vas a decirme cómo tengo que ir? Bundini, estoy triste. Jamás ha habido ninguna vez como esta en que tú no me animaras.

Bundini trató de impedirlo, pero una sonrisa empezó a asomar a sus labios.

—Bundini, ¿vamos a bailar? —le preguntó Alí.

—Hasta el amanecer —contestó Bundini.

—Sí, vamos a bailar —dijo Alí—, vamos a bailar y a bailar.

Broadus había regresado tras conseguir que permitieran a Pacheco entrar en el vestuario de Foreman, y Alí empezó a actuar en su honor.

—¿Qué vamos a hacer? —les preguntó a Bundini, Dundee y Kilroy.

—Vamos a bailar —repuso Gene Kilroy con una triste y amorosa sonrisa—, vamos a bailar hasta el amanecer.

—Sí, vamos a baii-lar —gritó Alí y, dirigiéndose a Broadus, añadió—: Dígale que se prepare.

—No pienso decirle nada —murmuró Broadus.

—Dígale que aprenda a bailar.

—Él no baila —consiguió decir Broadus, como si quisiera advertir: Mi hombre tiene cosas más importantes que hacer.

—¿Que no qué? —le preguntó Alí.

—Que no baila —repuso Broadus.

—El hombre de George Foreman —gritó Alí— dice que George no sabe bailar. ¡George no sabe baiii-lar!

—Cinco minutos —gritó alguien, y Youngblood entregó al púgil una botella de zumo de naranja.

Alí ingirió un sorbo, cosa de medio vaso, y miró a Broadus con expresión divertida.

—Dígale que me pegue en la barriga —le dijo.

Fragmento de “El vestuario”, perteneciente a El combate, de Norman Mailer, traducción de María Antonia Menini, Editorial Contra, Barcelona.

Ali en La Habana

Gay Talese

Hace en La Habana una noche de invierno tibia, ventosa, de palmas que tremolan, y los principales restaurantes están repletos de turistas de Europa, Asia y Suramérica, que presencian la serenata de guitarristas que cantan sin descanso: “Guan-ta-na-me-ra… guajira… guan-ta-na-mera”; y en el Café Cantante hay unos bulliciosos bailarines de salsa, reyes del mambo, artistas masculinos de pechos descubiertos que bufan y levantan mesas con los dientes, y mujeres de turbante, enfundadas en faldas que les ciñen las nalgas y que tocan silbatos mientras rotan sus cuerpos resplandecientes en un frenesí erótico. Entre el público del café, así como en los restaurantes, hoteles y demás lugares públicos de la isla, se fuman cigarros y cigarrillos sin límites ni restricciones. Dos prostitutas fuman y charlan en privado en la esquina de una calle mal iluminada que limita con los prados impecables del hotel de cinco estrellas de La Habana, el hotel Nacional. Son mujeres cobrizas, rozan los veinte años y llevan blusas abrochadas en la nuca y minifaldas desteñidas; y al tiempo que conversan abren los ojos mientras dos hombres, uno blanco y negro el otro, se agachan sobre el maletero abierto de un Toyota rojo estacionado cerca, regateando los precios de las cajas de puros del mercado negro que se apilan dentro.

El blanco es un húngaro de mandíbula cuadrada, de treinta y tantos años, con un traje tropical de color beige y una corbata ancha y amarilla, y es uno de los principales empresarios de La Habana en el próspero negocio ilegal de la venta de puros cubanos enrollados a mano y de primera calidad por debajo de los precios comerciales locales e internacionales. El negro detrás del coche es un individuo algo calvo, de barba gris, de unos cincuenta y tanto, años que vino de Los Ángeles y se llama Howard Bingham; y no importa qué precio pida el húngaro, Bingham sacude la cabeza y dice:

—¡No, no: es demasiado!

—¡Estás loco! —exclama el húngaro en un inglés con poco acento, sacando una caja del maletero y pasándosela por la cara a Howard Bingham—. ¡Si son Cohiba Espléndidos! ¡Los mejores del mundo! Pagarías mil dólares por una caja de éstas en Estados Unidos.

—No yo —dice Bingham, que lleva una camisa hawaiana y una cámara colgada del cuello: es fotógrafo profesional y se hospeda en el hotel Nacional con su amigo Muhammad Alí—. Yo no te daría más de cincuenta dólares.

—Estás loco —dice el húngaro, cortando el sello de papel de la caja con la uña y alzando la tapa para dejar ver una reluciente hilera de Espléndidos.

—Cincuenta dólares —le dice Bingham.

—Cien dólares —insiste el húngaro—. ¡Y date prisa! La policía puede estar de ronda.

El húngaro se endereza y por encima del coche mira el prado bordeado de palmas y las luces de pie que en la distancia alumbran el camino que conduce al ornamentado pórtico del hotel, que está ahora atestado de personas y vehículos; luego se vuelve para echar otro vistazo a la cercana vía pública, en donde ve que las dos prostitutas soplan el humo en su dirección. Frunce el entrecejo.

—Rápido, rápido —le dice a Bingham, entregándole la caja—. Cien dólares.

Howard Bingham no fuma. Él, Muhammad Alí y sus compañeros de viaje se van mañana de La Habana, tras tomar parte en una misión de ayuda humanitaria de cinco días que vino con un avión cargado de suministros médicos para las clínicas y hospitales desabastecidos por el embargo de Estados Unidos; y a Bingham le gustaría regresar a casa con unos buenos cigarros. Pero, por otro lado, cien siguen siendo demasiado.

—Cincuenta dólares -dice Bingham con firmeza, mirando su reloj y echando a andar.

—Está bien, está bien —dice de mal grado el húngaro—. Cincuenta.

Bingham se saca el dinero del bolsillo y el húngaro le echa mano y entrega los Espléndidos antes de irse en el Toyota. Una de las prostitutas da unos pasos hacia Bingham, pero el fotógrafo apura el paso de regreso al hotel. Esta noche Fidel Castro ofrece una recepción para Muhammad Alí, y Bingham tiene apenas media hora para cambiarse y bajar al pórtico para tomar el autobús fletado que va a llevarlos a la sede de gobierno. Trae una de sus fotografías para el caudillo cubano: un retrato ampliado y enmarcado de Muhammad Alí y Malcolm X caminando juntos por una acera de Harlem en 1963. Malcolm X estaba a la sazón por los treinta y siete años, a dos de una bala asesina; el joven Alí, de veintiún años, estaba a punto de conquistar el título de los pesos pesados en una memorable victoria inesperada contra Sonny Liston en Miami. La fotografía de Bingham lleva dedicatoria: “Al presidente Fidel Castro, de Muhammad Alí”. Bajo su firma el ex campeón ha garabateado un corazoncito.

Aunque Muhammad Alí tiene ahora cincuenta y cuatro años y lleva más de quince lejos del cuadrilátero, sigue siendo uno de los hombres más famosos del mundo, reconocible en los cinco continentes; y mientras recorre el vestíbulo del hotel Nacional con dirección al bus en un traje de rayón gris y camisa de algodón abotonada hasta el cuello v sin corbata, numerosos huéspedes se le acercan para pedirle un autógrafo. Le lleva unos treinta segundos escribir “Muhammad Alí”, tanto le tiemblan las manos por efecto de la enfermedad de Parkinson; y aunque camina sin apoyo, sus movimientos son muy lentos, y Howard Bingham y Yolanda, la cuarta esposa de Alí, lo siguen de cerca.

Fragmento del libro Retratos y encuentros, de Gay Talese, traducción de Carlos José Restrepo, Alfaguara, Madrid, 2010.


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IM/CR

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