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Dostoievski en el Bellagio Parte II

Dostoievski en el Bellagio Parte II

Entornos viernes 12 de abril de 2019 -

POR PEDRO ZAVALA

Llegamos a la parada del autobús que transita por la avenida. Nos percatamos que no podemos hacer uso de nuestras tarjetas bancarias. Dimos el aviso de viaje al extranjero apenas por la mañana.


Y aunque la banca se precia de ser la punta de lanza del mundo liberal, su fétida burocracia estalinizada ha hecho de nuevo de las suyas. Sí. En efecto. Nuestras tarjetas de crédito son inservibles por el momento. Tendremos que esperar hasta cumplir el plazo de veinticuatro horas. Cargamos con dinero en efectivo en las carteras, pero las máquinas expendedoras de boletos sólo quieren lamer plástico por el momento. Pasamos de largo de la parada del autobús y caminamos bajo la luna de Mojave.

Sobre el Strip el ruido de una ambulancia se escucha cerca. Cecilia dice que cada quince minutos ha detectado el aullido de las sirenas desde que llegamos. No sé si exagera o si esto es verdad. No he puesto atención en ello. Pienso que tal vez tiene razón. Imagino a algún hombre obeso infartándose cada quince minutos por exceso de comida, cocaína, alcohol, prostitutas o alguna pérdida monetaria. O tal vez por la mezcla de todas las anteriores. Mejor. Imagino a algún joven intoxicado y tendido sobre la alfombra, escupiendo el estómago y rastros de comida verde, a la mitad de su habitación en el Wynn.

Mientras pasamos por un mall de tercera y un estudio de tatuajes, bajo las estrellas y el cielo despejado de Las Vegas, observamos la enorme carpa del Circus Circus frente a nosotros. Antes de llegar a la fachada caminamos al lado de un predio abandonado. Ahí el viento que se pasea por la arena forma pequeños remolinos que miramos mientras vamos por la acera. A simple vista parecen ser inofensivos. Bebés remolinos que cargan en su vientre destrucción y muerte. Ningún auto pasa al lado de nosotros. Como si transitáramos por algún pueblo fantasma. Antes de seguir miramos a un lado del camino una serie de jeringas en el piso, como si de una pista yonqui se tratara.

—¿Crees que se estén pinchando cerca? —pregunta Cecilia y me enternece.

—No. No sé. Tal vez algún desesperado no aguantó llegar a su habitación y creyó ser Hunter Thompson—respondo.

Seguimos nuestro camino. Luego de algunos minutos sobre la acera, las luces y el bullicio del Strip se escuchan cerca. Estamos en Las Vegas para jugar. Para jugar y comer.

Al pasar frente al Wynn miramos a un grupo de mujeres jóvenes vestidas de minifalda, borrachas. Caminan dando tumbos entre ellas con los tacones en las manos. Sus dedos delgados pisan el concreto frío en la noche iluminada de Nevada. Reímos con ellas. Más adelante encontramos a una pareja de adolescentes que discute, como si de una última batalla se tratara. Ella llora. Él alega y mueve las manos a gran velocidad.

—Qué hueva venirse a pelear aquí, ¿no? —dice Cecilia.

—Sí. Qué hueva. ¿Y qué quieres jugar? —pregunto.
—Pues dados. Quiero jugar a los dados pero prefiero la ruleta. Dostoievski. Cien dólares en el Bellagio.

—Dostoievski. ¿Recuerdas cuándo leíste Crimen y castigo? —Cien dólares, Raskólnikov.

Finalmente llegamos al Bellagio. Entramos por sus enormes puertas. Caminamos por sus alfombras, a un lado de sus tiendas con bolsas y ropa incosteable, a un lado de sus restaurantes lujosos y sus pisos alfombrados. Miramos los arreglos navideños en techos y pasillos. Un gran cascanueces nos espera al fondo rodeado de esferas de colores. Nos detenemos en los aparadores de Hugo Boss para mirar nuestro reflejo. Tomamos un par de fotos de nuestras siluetas. Las editamos y las subimos a nuestros perfiles de Instagram pensando que somos fantasmas, presencias evanescentes y leves. Caminamos hacia las mesas.

Venimos a jugar. A jugar y comer.

—You know what they say baby.

“Money won is twice as sweet as money earned”, dice Paul Newman en The
color of money.

Antes de llegar al área de juego entro a uno de los baños del hotel. Me remojo el rostro, me miro al espejo y me tomo una foto con el iPhone. Son las 3 a.m. y vamos a jugar a los dados. Al ver los marcos grandes y ovalados alrededor de mi rostro pienso en El jugador de Dostoievski: “La satisfacción siempre es útil; y el poder feroz sin cortapisas, aunque sea sólo sobre una mosca, es también una forma especial de placer. El ser humano es déspota por naturaleza y muy aficionado a ser verdugo”.

Pienso en las palabras del ruso y de paso, en los pequeños remolinos que parecen inofensivos sobre predios abandonados que terminan mutando en ciclones. Pienso en las jeringas rotas sobre la arena del desierto, pistas yonquis en una noche de juego bajo las estrellas. Después hago click.

• Pedro Zavala (Ciudad de México, 1981). Profesor de filosofía, escritor y traductor independiente. Ganador del Premio Mauricio Achar Literatura Random House 2018, por All in, Sinatra.

Twitter: @petezavala
Instagram: @petez
Web: www.petez.org


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