Anatole Broyard fue uno de los críticos literarios más influyentes del suplemento literario de The New York Times. Nació en Nueva Orleans en 1920 y murió de cáncer de próstata metastásico a los 69 años. Ante la noticia de que le quedaba poco tiempo (resistió catorce meses) quiso, en sus últimos días, escribir sobre la enfermedad, la vida y la muerte. Esos textos y algunos otros que había escrito sobre el tema se convertirían en el libro póstumo, editado por su viuda Alexandra Broyad: Ebrio de enfermedad (1990). En español debemos la edición de 2013 a La Uña Rota con la traducción de Miguel Martínez Lage y el prólogo de Oliver Sacks.
Cuando uno se entera de que su vida corre
peligro, puede tender hacia ese conocimiento o puede preferir alejarse. Yo me volví hacia él. No fue una decisión, fue un cambio de marchas automático, un acuerdo tácito entre mi cuerpo y mi cerebro […]. Lo que me sorprendió fue la sobresaltada conciencia de que un día cualquier cosa, lo que fuera, iba a interrumpir mi acomodado paso por la vida. Acaso parezca trillado, aunque sólo podría decir que me di cuenta por vez primera en la vida que no tengo un “para siempre”.
El tiempo había dejado de ser inocuo, ya nada
habría de ser casual. Entendí que la vida misma tiene un plan de entrega, como el libro en el que había estado trabajando.
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El modo en que mis amigos se han unido a mi
alrededor es una maravilla. Me recuerda a una bandada de pájaros que levantase el vuelo desde una masa de agua con la puesta de sol. […] No están ebrios como yo de mi propia enfermedad, sino sobrios. […] Despojados de su actitud lúdica y de su picardía, mis amigos parecen más llanos, más hogareños, incluso más viejos. Es como si todos se hubiesen quedado calvos de la noche a la mañana.
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Así como un novelista convierte su angustia
en relato o novela con el fin de estar en condiciones de controlarla al menos hasta cierto punto, una persona enferma puede hacer a partir de la enfermedad un relato, una narración, como medio para tratar de desintoxicarla. Al principio me inventaba microrrelatos. La metáfora era uno de mis síntomas. Veía en mi enfermedad una visita a un país tumultuoso, más o menos como la China contemporánea. Me la imaginaba como Ebrio de enfermedad una aventura amorosa con una mujer que me exigía hacer cosas que yo no había hecho nunca. Y pensaba en ella como si se tratase de una conferencia que estaba a punto de dar ante un público muy numeroso, sólo que sobre una cuestión que no se había especificado. Tener cáncer fue como pasar de una acogedora y antigua casa, como las de Dickens, repleta de antigüedades, de cómodos sofás, de gratos rincones, con chimenea, a una completamente nueva, todo ventanas, lucernas y muebles tubulares.
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Cuando uno está enfermo, teme instintivamente que se produzca una disminución y una
desfiguración del propio yo. Es eso, más que la muerte, lo que le aterra. Uno va a convertirse en un monstruo. Creo que se debe desarrollar un estilo cuando uno está enfermo para no desenamorarse uno mismo. Es lo que se conoce como voluntad de vivir. Y el estilo de cada cual será el instrumento de su vanidad. Si se lo pueden permitir, creo que es buena terapia, buen narcisismo corporal, que los pacientes de cáncer se compren todo un nuevo guardarropa, sobre todo ropa elegante, casual.
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Así como ineludiblemente [el médico] se siente superior a mí porque él es el médico y yo el
paciente, me gustaría que supiera que yo también me siento superior a él, que él también es mi paciente, que tengo mi diagnóstico de su caso.
Tendría que existir un lugar en el que nuestras
respectivas superioridades pudieran encontrarse y retozar juntas. Por último, sería más feliz con un médico ingenioso, que supiera apreciar la comedia además de la tragedia de mi enfermedad, sus manías y excentricidades, los chistes de una personalidad que ya no tiene nada que perder.
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Una vez le pregunté a mi padre cómo había
muerto su padre. Su padre era un hombre famoso en Nueva Orleans. Su apodo era Belle Homme.
La mitad de la población de Nueva Orleans eran
bastardos suyos, todos los cuales tomaron nuestro apellido. Al final, a los ochenta y siete, murió. Fue en una calurosa noche de agosto. Se comió una docena de plátanos y se dio un baño frío. Qué gran manera de morir.
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He tenido insomnios: como si no fuera capaz
de desconectar mi sentido del tiempo, ni dejar de pensar en todo lo que quería hacer. A lo mejor, como en la oración de los niños al acostarse, pensaba que iba a morir antes de despertar. Mi vida es pura vigilia.
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¿No habrá alguna manera de convertir la
muerte en alguna clase de celebración, un cumpleaños que ponga fin a todos los cumpleaños.
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Al final, uno posa para la eternidad. Es su última foto. Que no te lleven a la muerte. Súbete en
ella de un salto.
*Delia Juárez G. Editora y traductora. Es autora
del libro Gajes del oficio. La pasión de escribir
(2006); y de las antologías colectivas: Y sin embargo yo te amaba. 12 escritores interpretan a José
José (2009), Mudanzas (2011), Anuncios clasificados (2013) y Así escribo. 53 escritores mexicanos y
el misterio de la creación (2015)