Después de leer —al principio con asombro— medio centenar de libros de César Aira, puedo decir que la obra del prolífico narrador argentino es genial y desconcertante, aunque muchas veces llegue a ser repetitiva y sus tramas demasiado elípticas.
Desde que Susan Sontag —ensayista notabilísima y de grandes vuelos reflexivos— dijo que
tenía la disposición de leer “cualquier cosa que Anne Carson escribiera”, me asomé, curioso, a la obra de la poeta canadiense. Pero cuando me topé con cierto poema autobiográfico donde, entre otras anécdotas, la celebérrima traductora y profesora de Princeton hablaba sobre sus cansinos viajes en ferrocarril, al tiempo que declaraba sus influencias: “Yo viajo en trenes todo el día y llevo muchos libros⁄unos para mi madre, algunos para mí⁄ que incluyen las obras completas de Emily Brontë. ⁄Es mi autora favorita”, supe que ni sus acaecimientos ni sus influencias me alcanzaban.
De aquel país, en todo caso, me han interesado más los cuentos —no todos, desde luego— de
Alice Munro, ciertas novelas de Michael Ondaatje (Divisadero, El fantasma de Anil) y, sobre todo, la obra completa de Margaret Atwood, a quien sigo muy de cerca.
Todos estos autores, junto con la estadounidense Joyce Carol Oates, cuyo inquietante mundo, gótico y violento, desperdigado en medio
centenar de novelas, libros de relatos, poesía, teatro y ensayo, me parece francamente abrumador y no se lleva con mis preferencias literarias, son los nombres que hoy, cuando la Academia Sueca está por develar quién recibirá los dos premios Nobel de Literatura correspondientes a 2018 y 2019, han salido a relucir.
También surgen otros autores cuyo trabajo
me es completamente desconocido. Me refiero a la polaca Olga Tokarczuk, a la rusa Lyudmila Ulitskaya y del keniano Ngugi wa Thiong’o, cuyos nombres ni siquiera reconozco.
Caso aparte me parece el de Can Xue, quien en
varios círculos intelectuales se menciona como una de las favoritas para llevarse el enlodado premio que pretende galardonar al mejor autor del mundo, pese al ridículo que, por sí solo, supone semejante propósito.
Eso aparte, por las notas de prensa, me entero
que Can Xue -de quien sólo conozco su nombreha escrito más de cien cuentos, diez nouvelles y tres novelas de largo aliento. Un sinólogo amigo mío —que en su momento me recomendó leer completito a Gao Xingjian y a Mo Yan, antes de recibir el pringoso laurel de Estocolmo— me informó que Cánxuě puede traducirse como “la nieve remanente”.
Prendado del seudónimo que decidió usar
Deng Xiaohua, busco y encuentro en The New
Yorker una vieja entrevista donde la autora nacida en Changsha, provincia de Hunan, en 1953, dice que, en materia literaria, se considera, en efecto, como una “nieve sucia que se niega a derretirse”. Mi curiosidad se aviva más y me topo que, durante una conversación con el conductor y director de orquesta Jonathan Griffith, la autora del libro de relatos Luz azul en el cielo describe su estilo narrativo como un “perfomance”. Y entonces imagino que sus libros podrían estar ligados al happening, al fluxus, al arte corporal y, en general, al inopinado arte conceptual en
que, a su manera, ya se habían montado Samuel Beckett —que recibió la presea de Estocolmo en 1969— y Eugène Ionesco, que nunca la recibió y, durante su largo ocaso, nunca dejó de lamentar esa chapucería. Hay que leer, por cierto, La
búsqueda intermitente, uno de los diarios más íntimos y enardecidos que se hayan escrito, para ver cómo el padre del llamado teatro absurdo llega a los extremos del patetismo al saber que el autor de Malone muere “le arrebató la paternidad de aquel teatro experimental que, diablos, todo el mundillo literario sabe que yo fundé”.
¿Y para qué podría servir semejante disquisición a esta hora? Para poco, francamente. Sólo
para insistir en que la concesión de un premio, hundido desde hace ya varias décadas en las estratagemas políticas y el desprestigio, apenas lograría servir para atraer la atención del gran público —y durante un tiempo muy breve— hacia la obra de un autor que muy pocos conocen. En tal caso, yo querría que premiaran a Can Xue, ¡para leerla!
Y es que si algún jurado tonto, en el pasado, decidió laurear obras insolventes como la de Winston
Churchill o la de Ivo Andrić —por no mencionar el dislate de Bob Dylan—, dejando a un lado del camino a gente como Tolstói, Virginia Woolf o Borges, ¿qué demonios cabría esperar ahora?