Celso Piña —El acordeonista de Hamelín, como lo definió alguna vez el cronista Carlos Monsiváis— aseguró que había aprendido a tocar el acordeón al lado de un disco de 33 revoluciones, en el que, una y otra vez, repetía sin cesar la música de Alfredo Gutiérrez. “Vas a rayar ese pinche disco, mijo”, le gritaban sus padres en su casa.
Piña —quien moviendo su espeso bigote —y más recientemente su barba hipsteriana— señalaba a Aníbal Velázquez y Aniceto Molina como sus maestros virtuales— dijo que, entre todos los instrumentos, se enamoró del acordeón porque su sonido le parecía “armonioso, tierno: triste.
En cierta ocasión, el músico regio acudió a un velorio para tocar el acordeón ante el féretro de un muerto. “Mira, Celso, la neta, hay un bato tendido y, antes de morir, nos pidió que le hiciéramos un paro, y que si no se salvaba, que por favor fueras a tocarle”, contó en una entrevista, con la voz estrangulada por la emoción. Pero no siempre fue un artista tan popular.
Una vez, en las inmediaciones del Río Bravo, en Tamaulipas, sólo llegaron a verlo cerca de 15 o 20 personas. Al terminar el show, el tipo le dijo a sus compañeros de grupo que veía todo aquello como la señal de “un inminente fracaso”.
Siendo “el más morro de la familia” —como él mismo solía describirse— tuvo que colaborar con el gasto familiar desde muy pequeño, y trabajó cambiando focos, balastras y pelando cables con un cuchillo. Además de haber sido ayudante de mantenimiento, también trabajó trapeando pisos, cambiando bolsas de basura y “pasando el trapo por los puntos ocultos de los muebles y las ventanas”.
Además de auxiliar de intendencia, El rebelde del acordeón, como mejor lo conocían las multitudes que lo coreaban, llegó a alquilarse para colocar pisos epóxicos que, con los años, lo hicieron carraspear por “el chingo de humos tóxicos que despedían esas madres”.
El mexicano que llegaría a figurar en los primeros lugares del Billboard y de MTV latino —“cuando aquel todavía era un canal respetable”—, durante su juventud, trabajó colocando alfombras, repartiendo tortillas e incluso llegó a machacar granos de maíz en un molino hundido en lo más salitroso de su barrio.
Poco a poco, la genialidad de Piña comenzó a colocar los primeros andamios que ulteriormente irían construyendo su leyenda. En el país de los mariachis y la ranchera, la voracidad de este hombre por conocer los ritmos colombianos lo llevó a ampliar su registro.
Este músico anómalo —a quien su padre solía peinar “como si fuera un pinshi integrante de los Beatles”—comenzó a fusionar la música de Andrés Landeros, los Hermanos Zuleta, Los Betos y el Binomio de Oro con la cumbia y el vallenato, siguiendo siempre los parámetros del folclor colombiano.
Este acordeonista extravagante, nominado varias veces al Grammy Latino (incluida la producción Barrio Bravo), no fue un innovador en la industria musical, sino un reformador que, creando un estilo propio y perfectamente identificable (algunos críticos opinan que al segundo acorde), logró realizar fusiones musicales que hicieron convivir armónicamente —y con gran regocijo para sus casas disqueras— varios géneros musicales y ritmos como el hip hop, el reggae, el ska, los boleros y, por supuesto, el rock.
Un par de años antes de morir, el acordeonista —que comenzó a viajar ya “viejo”, según explicaba él mismo—llegó a presentarse en más de veinte países, llevando y haciendo bailar a europeos, asiáticos, africanos y sudamericanos con su particular forma de hacer cumbia.
Hoy, un día después de su muerte, hay una conclusión que asoma, categórica: gracias al talento y carisma de Celso Piña, el vallenato y la cumbia tienen otro significado no sólo para los nacidos en el norte del país, sino para todos los mexicanos. Bien decía “el Monsi” —y que me sea dispensado citar dos veces al cronista de la colonia Portales— que este hombre fue “un fenómeno social, como bien dicen, y un fenómeno musical, como bien se oye”.