Don Manuel García Pelayo sostenía que la Constitución es algo más que una norma suprema. Se trata de un instrumento para reivindicar procesos sociales inestables y violentos, mediante los caminos de la libertad, la democracia y la tolerancia, estableciendo un amplio pacto sobre los principios y las reglas del juego comunes.
A pesar de los cambios electorales actuales y la conformación democrática de nuevas mayorías, sería peligroso regatear sobre una verdad indiscutible: la Constitución de 1917 ha permitido una transición hacia un régimen de libertades, derechos y estabilidad política —desde luego inacabada—, sin la cual no podríamos explicar el momento histórico en el que nos encontramos.
Pero nuestra Constitución, como otras del mundo, es un ordenamiento jurídico y también una realidad política-social viviente que, para mantenerse vigente, exige que gobierno y sociedad se ajusten a ella.
Nuestra actualidad está llevando a la Constitución a la orilla y posicionando en su lugar al encono social y a la libre decisión política. Desde luego, nadie podría desconocer que la política es, precisamente, el principal objeto de la Constitución, por lo que no es extraño que una y otra se mezclen en un proceso interminable. Pero en todo caso, esa interrelación produce una política reglada, objetivizada y pactada, pero no arbitraria o impuesta.
Hoy, presenciamos declaraciones, actos de poder y una lucha en redes de sectores de la sociedad mexicana que nos dan la sensación de estar en un Estado de hecho y no de derecho.
Debemos regresar a nuestra Constitución, ahí están nuestros derechos, nuestras libertades, nuestras obligaciones y los límites a todos, gobierno y sociedad. El éxito de las democracias modernas consiste en cumplir las reglas escritas y no escritas de las constituciones.
Principalmente, necesitamos reconstruir con urgencia en nuestro país dos reglas esenciales a las que se han referido Levitsky y Ziblatt en su libro: Cómo mueren las democracias.
Por una parte, debemos recuperar la tolerancia mutua entre los sectores de nuestra sociedad que hoy se identifican como “chairos” y “fifís” de forma despectiva recíprocamente.
Es antidemocrático considerar como enemigo al que se debe exterminar, a quien piensa distinto a nosotros. En este sentido, nuestra democracia es débil, porque nuestro comportamiento es excluyente e intolerante. Por eso es condenable todo llamado a ahondar en esa u otras diferencias, en lugar de zanjarlas.
Por otra parte, tenemos que lograr una contención institucional de quienes, aun siendo mayoría electoral, deben ejercer sus atribuciones con respeto pleno a los derechos, principios y reglas constitucionales. Ejercer el poder político de manera ilimitada, normalmente, tiene un final indeseable para los derechos y libertades de una sociedad democrática.
No hay más proyecto que el de la Constitución y sus instituciones, ese es el compromiso que todos tenemos que refrendar diariamente.