Enero 2000. Lo que originalmente era una protesta del movimiento indígena y de las organizaciones sociales y sindicales de Ecuador, en contra de la dolarización, terminó desencadenando lo que en la práctica fue un golpe de Estado contra el presidente ecuatoriano de entonces, Jamil Mahuad.
Mahuad había sido electo en comicios en 1998 para un
período de cuatro años, es decir su gobierno democrático debía concluir en 2002. Abandonado por las fuerzas armadas, en medio de las protestas que rodeaban precisamente a las instituciones públicas en Quito, Mahuad se refugió en la embajada de Chile.
El parlamento votó una moción en la que declaraba
que Mahuad había abandonado el cargo, y quien era en ese momento su vicepresidente, Gustavo Noboa, se juramentó como presidente interino ante el alto mando militar desde una instalación castrense.
Fue un golpe. Mahuad había sido electo democráticamente y la protesta, cuando se convocó, tenía como bandera dejar sin efecto el programa económico, no forzarla
salida del presidente constitucional.
Octubre de 2019. El gobierno de Lenin Moreno, electo
en las urnas en 2017, enfrenta una ola de protestas. La bandera de los manifestantes: dejar sin efecto la medida de eliminación de los subsidios al combustible.
Leo el testimonio de una manifestante indígena que
caminó 110 kilómetros desde Latacunga hasta Quito: vengo a protestar hasta Moreno caiga de la presidencia.
Es una posición llana y maximalista. No pide ella que
Moreno revise o reconsidere sus medidas económicas.
Y su palabra, en mi opinión, simboliza lo que en verdad
está en juego en este momento en Ecuador.
El periodista y analista argentino sintetiza de lo que
estamos hablando: “Hay un culto perverso a idealizar las protestas que arrasan gobiernos elegidos. Ecuador seguramente sería menos pobre hoy si hubiese mantenido la estabilidad democrática y no hubiese derrocado tantos presidentes desde la calle. Estos son golpe de Estado”.
La protesta social en Ecuador, con los movimientos indígenas como protagonistas, tiene un historial con finales
no democráticos. El radicalismo, en ese país, ha llevado a derrocar a presidentes electos legítimamente, en protestas que en teoría sólo buscaban echar para atrás medidas económicas.
El riesgo, como ha comentado el también analista Félix Arellano, es que una ola de protestas desencadene el protagonismo de sectores radicales, “que
en buena medida, están promoviendo la crisis, para abrirse camino al poder, manipulando a la población y aprovechando las bondades de la institucionalidad democrática”.
Es un juego perverso. Actores que en busca del poder
ponen contra la pared a la institucionalidad democrática pero no en aras de mejorar las condiciones generales, sino como mecanismo para acceder al poder.
Ya luego viene, en algunos casos, otra vuelta perversa:
llegar al poder para vaciar la institucionalidad democrática y de esa forma lograr permanecer en el poder largamente, sin contrapesos.
Ha sido, esto último, la historia reciente de Venezuela.
• Periodista e investigador de la Universidad Católica
Andrés Bello, en Caracas. @infocracia