Previo a la Segunda Guerra Mundial, Carl Schmitt desarrolló una teoría llamada: decisionismo político. Conforme a ella: la realización de las decisiones políticas es lo más relevante para la sociedad, por eso, si existen reglas jurídicas que obstaculicen tales fines, el gobierno puede removerlas.
Esta teoría coloca a la decisión política en turno —mayoría electoral— por encima de los pactos sociales tomados
por el conjunto de la sociedad de distintas épocas y con diversas formas de pensar, lo cual produce un gobierno profundamente antidemocrático.
Apoyado en esta teoría, Hitler tomó tres decisiones que
consideró relevantes para el pueblo alemán: 1. Invadir 26 países europeos; 2. Abolir los derechos humanos de las personas judías, exterminándolas; y, 3. Declarar la guerra.
Tras esta experiencia y de la mano de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de la ONU —1948—, surgió en occidente el constitucionalismo de los derechos.
Esta teoría expone que el gobierno -todos los órganos
del Estado- solamente puede tomar decisiones para ejecutar sus planes, siempre que respete los principios y derechos constitucionales que se reconocen a favor de toda la sociedad.
Todos los gobiernos, incluso los más democráticos, están tentados a seguir el decisionismo político, pues buscan
que sus planes se realicen rápida y eficientemente, y por ello, en el ordenamiento jurídico ven un obstáculo que les obliga a cumplir con requisitos que aseguran la no vulneración de derechos y principios constitucionales.
Los que son auténticamente democráticos, respetan
los límites que el constitucionalismo impone, porque entienden que gobierno es representación de una mayoría, mientras que constitucionalismo es expresión de sociedad —más allá del gobierno en turno—.
Recientemente, acontecimientos de la vida pública
de nuestro país me recordaron —con preocupación— las ideas del decisionismo político.
Los amparos y acciones de inconstitucionalidad contra
la cancelación del nuevo aeropuerto y la construcción del de Santa Lucía; el despido masivo de servidores públicos; el cierre de estancias infantiles; los recortes en el sector salud; la crisis migratoria; la afectación salarial y presupuestal a órganos constitucionales autónomos y al Poder Judicial Federal, entre otros, son vistos por el Presidente, no como derechos y principios que se pretenden proteger, sino como obstáculos a sus planes de gobierno y, por ende, los descalifica y pretende remover.
Despreciar derechos constitucionales, relegar a la sociedad y descalificar a los órganos de control —principalmente la Suprema Corte de Justicia—, es antidemocrático.
El Presidente se ha declarado un demócrata, esta es
una prueba importante para él.
Si lo es, deberá aceptar que sus planes sean sometidos
a control y respetar el resultado. Actuar así, mostrará que el Presidente entiende la diferencia entre mayoría electoral —30 millones de votos— y sociedad —119 millones de personas—. Una posición contraria sería de pronóstico reservado para nuestra incipiente democracia.
•Especialista en Derecho Constitucional
y Teoría Política