Armando Ramírez nació y creció en pleno corazón de Tepito: vivió en Plaza de San Bartolomé de Las Casas 11, “justo donde estaba la iglesia y el deportivo.” Desde niño, según contó él mismo, fue un asaz lector de revistas, periódicos, libros y “cuentitos eróticos”.
Acudió a la escuela en Peralvillo y tuvo compañeros que vivían en “la Morelos”, en “el Centro” y en “la Lagunilla”. En el deportivo Abelardo Rodríguez alguien convocó a un concurso de cuento donde fungieron como jurados José Agustín, Ramón Xirau, Edmundo Valadés y Luis Guillermo Piazza. Ramírez participó, ganó y Piazza decidió publicarle su primer libro Chin Chin el teporocho.
El escritor tenía 19 años y la novela le reportó un éxito inesperado y prematuro. Gastó las regalías —que le fueron pagadas en dólares— en un viaje a Acapulco.
Armando Ramírez Rodríguez (1952-2019) no fue —ni quiso ser— un alcalde de las letras, sino un testigo ocular de la literatura citadina.
Muchas veces se detuvo en una esquina a platicar —incluso a entrevistar largamente— a vagos, tragafuegos y carteristas. Prefirió conversar con pordioseros, teporochos, prostitutas, chakas y reguetoneros que con los aparatosos comisarios del mundillo intelectual. No lo tentaron los grandes temas ni las frases grandilocuentes ni los grandes episodios. No rindió tributo a Carlos Fuentes ni a Octavio Paz, cuando aquellos señores eran los grandes pontífices del gremio intelectual.
Pese a lo que se piensa, Ramírez fue el primer escritor que habló sobre delincuencia, violaciones y narcomenudeo. Crítico infatigable de la administración pública, denunció que “la estulticia política” decidiera otorgar permisos para que las pocas instalaciones deportivas —canchas de básquetbol, de volibol y de frontón— desaparecieran en los barrios para ser convertidas en estacionamientos que, tarde o temprano, “siempre terminan oliendo a meados”.
No fue un autor dedicado a pontificar desde su Torre de Babel. Fue, en todo caso, un historiador urbano, un cronista callejero, dicho esto en su más noble acepción. Al autor de Noche de califas le punzaba el barrio, y sentía un dolor auténtico frente al triste espectáculo que ofrecían los jóvenes que salían de sus casas para enfrentarse a golpes, cuchillazos y balazos, “aprisionados en un mundo sin salida”.
De ahí que los magistrados de la literatura mexicana desestimaran su obra. Cierto día, su amigo Edmundo Valadés le presentó a Salvador Elizondo. “¿Él es el escritor de Chin chin el teporo cho?”, preguntó con desdén el autor de Farabeuf o la crónica de un instante. Y cuando el cuentista sonorense asintió, Elizondo se dio la vuelta dejando al cronista de Tepito con la mano extendida. “Yo le hice caracolitos y pensé: pinche güey mamón”, recordó mucho tiempo después, en una entrevista, el propio Armando Ramírez.
“Imagínate lo que representa ser un güey, hijo de un boxeador y una ama de casa, originario del barrio más canijo de la ciudad de México, y que sea envidiado por Salvador Elizondo”, expresó sin rencores y con el entusiasmo que solía caracterizarlo.
La crítica le reprochó su falta de estilismo, sus temas sicalípticos y sus incorrecciones ortográficas. Pero Armando escribía saltándose las normas ortográficas deliberadamente. Y no era por descuido, sino más bien por una suerte de rebeldía contestataria.
Tocado un punto, se atrevió a refutar a Carlos Monsiváis y le dijo que en su libro Días de guardar, donde incluía una crónica sobre Tepito, se había equivocado al delimitar el barrio bravo: “Pero no es el barrio. Son colonias alrededor del Centro Histórico…”
A través de los libros, las entrevistas y los reportajes que realizó —y que, entre otras cosas, retratan nítidamente los gestos del borrachín, los ademanes grandilocuentes del pachuco o la vestimenta oscura de los chavos góticos que todos los sábados visitan el tianguis del Chopo— podemos apreciar el combativo e infatigable espíritu que se anida en los personajes del barrio, de la colonia y, en general, de esta gran urbe.
Animada por la ironía, la crudeza y la picardía, la obra de Armando Ramírez —de Crónica de los Chorrocientos mil días del barrio de Tepito a La casa de los ajolotes y de Sucedió entre changos a Rumbera— es un mural que supo dibujar los detalles más nimios de la capital mexicana.
En sus páginas —colmadas de nacos, gandules, ñeros, gañanes y teiboleras— podemos observar el esplendor y las miserias, la nobleza y la bajeza, las luces y las sombras de esta ciudad. Y leerlo, no hay que dar más vueltas, podría ser el homenaje más sincero que podríamos obsequiarle.