La migración aparece como tema transversal en la agenda 2030 para el desarrollo sostenible. La meta 10.7 de los objetivos exhorta a los estados firmantes a facilitar la migración y la movilidad ordenada, segura, regular y responsable de las personas, “incluso mediante la aplicación de políticas migratorias planificadas y bien gestionadas en el marco de la reducción de la desigualdad”.
El 19 de diciembre de 2018, la Asamblea General de la ONU formalizó la adopción del “Pacto mundial para una migración segura, ordenada y regular”.
Pero orden, seguridad y derecho es lo que menos se observa en la migración que se despliega en América. Resulta, también, que el pacto no es jurídicamente vinculante y que no lo suscribió (nadie esperaba que lo hiciera) Estados Unidos. Para el gobierno de Donald Trump los migrantes no son personas, son enemigos.
Empero, el pacto refleja el entendimiento común de los gobiernos firmantes de que la “migración que cruza fronteras es un fenómeno internacional que requiere la cooperación de los Estados para evitar la separación de las familias, enfrentar la trata, y reconocer el derecho a la salud de quienes migran”, entre otros objetivos. El pacto es, en palabras del expresidente de la asamblea general, Miroslav Lajcák, un recurso para encontrar el “equilibrio de los derechos de las personas y la soberanía de los Estados”.
Los migrantes hondureños, guatemaltecos o salvadoreños seguirán buscando oportunidades de vida para ellos y sus familias. Lo mejor, pues, será reconocer que no habrá pacto que funcione ni manera de solucionar el problema si no se atiende a sus causas. ¿Qué sucede en Honduras, Guatemala o El Salvador que cualquier cosa, la peor que sea, es mejor que seguir ahí?
El de la migración viene a ser uno de los temas cardinales de nuestro siglo. Cerca de 258 millones de personas en el mundo pueden ser calificadas como migrantes, refugiados o apátridas. Treinta millones de ellos en América Latina. El tema viene a cuento no sólo por lo que acontece en nuestro país y en el llamado triángulo del norte, sino por lo que esperamos de la universalidad de los derechos.
Es Giorgio Agamben, en Lo que queda de Auschwitz, quien da cuenta del diálogo velado que sostienen sobre la violencia y el Estado, Carl Schmitt y Walter Benjamin. Recuerda Agamben que Schmitt define la política en términos de amistad y enemistad. Así como en la moral los términos definitorios son malo y bueno, dice, en política la clave consiste en hallar al amigo y al enemigo. Esa es, también, la clave del totalitarismo pues con el enemigo, despojado de los atributos de la persona, no se dialoga, al enemigo se le destruye. Así piensan.
Donald Trump sabe bien que requiere de la mano de obra que implica la migración. Pero quiere reelegirse en 2020 y sabe, también, que necesita de un enemigo legitimante, como lo fueron en su momento las brujas, los comunistas, los terroristas o los narcotraficantes. Toca su turno al migrante.
Excomisionado Nacional
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