Pobre de México tan lejos de la justicia y la seguridad y tan cerca del
guácala y del fuchi. Y es que esta vez sí se pasó nuestro amado líder que está a nada de citar a ese gran filósofo mexicano, el doctor Chapatín y cualquier día de estos nos receta su célebre: “es que me dio cosa” o el famoso “se me chispoteó”.
A mí me gusta la expresión “guácala” pero no en el combate contra la delincuencia y
la corrupción, ni al caso; es mejor escucharla en estos días patrios cuando comento que el pozole no puede ser vegetariano —es una aberración y en todo caso sería una sopa de verduras—, porque en su origen los mexicas lo preparaban con carne humana ya que eran antropófagos rituales, tradición que concluyó con la conquista y que los enemigos de los aztecas seguramente agradecieron porque eso de ser parte de la dieta del pueblo del sol tampoco era algo así como un honor.
Pero mientras “guácala y fuchi” —gran
título para una canción de amor— se convierten en el tema insignia del mes de septiembre, les quiero compartir la que a mi parecer ha sido la celebración de independencia más emotiva desde que Hidalgo se levantó en armas en 1810 —ojo, el buen cura nunca dijo “voy a tomar las armas para llevar acabo la primera gran transformación de nuestra historia”—.
En 1864 hubo dos celebraciones para
celebrar la independencia: la de los buenos y la de los malos —cada quien que elija bando—; Maximiliano se encontraba recién desembarcado en México y decidió irse de gira por el Bajío. Fue el primer gobernante que visitó la casa de Hidalgo en el pueblo de Dolores y la noche del 15 de septiembre, desde el balcón lanzó una arenga para recordar al padre de la patria, a la que también ya reconocía como suya —al menos de dientes para afuera—, aunque el gusto le duró hasta 1867 cuando lo dejaron bien frío en el Cerro de las Campanas.
Por supuesto, fue una celebración muy
fifí, corrieron las viandas, los vinos y se hizo acompañar por lo más selecto del pueblo que se entregó a Max. Lo irónico es que celebraron la independencia con un monarca extranjero impuesto por un ejército de ocupación.
Ese mismo día, al caer la tarde, a varios
miles de kilómetros de distancia, un carruaje negro hizo alto en una inhóspita región de Durango, cerca de los límites con Chihuahua, llamada la Noria Pedriceña. Era pleno desierto, pero el presidente Juárez y sus amigos Guillermo Prieto, Jesús Ma. Iglesias y Sebastián Lerdo de Tejada decidieron pasar ahí la noche, a la intemperie, con una buena fogata y algo de café.
Nada había que celebrar. Los franceses
traían asolados a los republicanos y la derrota de la república parecía inminente. Sin embargo, “a semejanza de lo que ocurrió en el humilde pueblo de Dolores la noche del 15 de septiembre de 1810 —escribió Iglesias—, el 16 de septiembre de 1864 vio congregados a unos cuantos patriotas, celebrando una fiesta de familia, enternecidos con el recuerdo de la heroica abnegación del padre de la independencia mexicana, y haciendo en lo íntimo de su conciencia el solemne juramento de no cejar en la presente lucha nacional, continuándola hasta vencer o sucumbir”.
La noche había caído y solo se escuchaba el crujir de la leña que se consumía entre
las llamas de las fogatas. En el semblante de todos se reflejaba la tristeza o en el mejor de los casos, preocupación. De pronto, alguien sugirió que Guillermo Prieto dijera algunas palabras a manera de brindis. Y le salió del alma:
“La patria es sentirnos dueños de nuestro cielo y nuestros campos, de nuestras
montañas y nuestros lagos, es nuestra asimilación con el aire y con los luceros, ya nuestros; es que la tierra nos duele como carne y que el sol nos alumbra como si trajera en sus rayos nuestros nombres y el de nuestros padres; decir patria es decir amor y sentir el beso de nuestros hijos...,
Y esa madre sufre y nos llama para que la
libertemos de la infamia y de los ultrajes de extranjeros y traidores”.
A pesar de la adversidad, esa noche
Juárez y sus hombres juraron luchar hasta alcanzar la segunda independencia de México y al final lo lograron. Eran otros tiempos, eran otros hombres, tan ajenos del fuchi y del guácala.