Hace exactamente cien años, en 1916, el escritor español Julio Camba escribió tres de sus mejores libros: Playas, ciudades y montañas, Londres y Alemania, impresiones de un español.
Camba fue un humorista que anduvo paseando su fisgonería por los cafés literarios
de España, en busca de un argumento gracioso para insertarlo en las —muchas— comedias y sátiras que escribió semanalmente en los diarios ABC y en La Vanguardia.
Camba es uno de los ironistas más cáusticos —y finos— de aquella generación que
el crítico Guillermo de Torre denominó: “La Generación de la Restauración” (así, en mayúsculas y en verso sin esfuerzo).
Pero no siempre fue así. Al principio de
su carrera, el escritor gallego nacido en el salitroso municipio costero de Villanueva de Arosa, no era más que un prosista superficial en sus procedimientos. Hermano menor de Pancho Camba —un tipo que, después de ser un periodista sublevado y combativo, terminó redactando vergonzantes panegíricos a favor de Franco— Julio decidió afiliarse entre los jóvenes escritores anarquistas. Sus primeras
incursiones —publicadas en La Correspondencia de España— fueron a través de textos de los libelos agresivos y los panfletos.
Mediante un estilo reñidor e incendiario,
Julio Camba (1884-1962) se paseó por media España escribiendo sobre los perros policías, las huelgas periodísticas, el sabotaje literario e incluso sobre “los negros sociales”, un texto, por cierto, bastante atolondrado que le valió la enorme rechifla de la audiencia liberal. Y es que, tratando de hacerse el burlón, apuntó: “…el color de los negros podrá diluirse en la humanidad, pero no borrarse de ella, y para que los negros se vuelvan blancos, los blancos, a nuestra vez, tendremos que volvernos un poco negros, cosa que no había pensado ningún filántropo del siglo diecinueve”.
Luego de semejante bobada, el editor Juan
Aragón, intentando salvarlo de las fauces críticas de los izquierdistas, decidió enviarlo como corresponsal, fuera de España. Y ahí, yendo de Londres a Turquía y de Alemania a Detroit, comenzó a abandonar su ironía pueblerina para abrirle paso a un humorismo cosmopolita.
En un mes, Camba, transformado ahora en
una flamante cronista de viajes, con la mano en la cintura se permitía hacer un retrato de Anatole France, una disertación sobre Suiza o bien: redactar unas postales veraniegas en el barrio latino de Berlín.
Lo malo es que, en muchas
ocasiones, el tipo intentaba racionalizar y explicar todo lo que escribía y, con frecuencia, caía en una especie de sociología literaria que terminaba indigestando al lector.
Textos donde satiriza a los “magasines” de
la cultura o piezas exquisitas como “el arte de tirar bolitas de pan”, hacen que el público más flemático escupa de risa. Lamentablemente, Camba, apurado por los inclementes tiempos periodísticos, comenzó a ser poco selectivo con sus temas y, víctima del reloj que corretea al articulista de periódicos, terminó escribiendo sobre “Casi todo”, como, de hecho, titulo uno de sus peores libros, cuyos tópicos anodinos y disparejos aburren mortalmente.
Su prosa, que se esforzaba en encontrar
siempre escenas chuscas, terminó por llevarlo a presentarse frente a la audiencia con una retahíla de chistes fáciles y escenas sin gracia.
Con el tiempo, sus gozosos escritos sobre
temas variados fueron sustituidos por tramas sosas y aburridas, como “el fin del mundo”, “el fot-ball”, “el faquirismo” y hasta “el calamar”.
Pese a todo, si el lector de intereses generales busca separarse un poco de la fastidiosa
trama política o la rígida literatura almidonada que hoy parece inundarlo todo, haría muy bien en meter la nariz en algunos textos —geniales— de Camba, tales como “Cocaína con salchichas”, “Pacotilla imperialista” o “La grasa alemana, producto del pensamiento alemán”.