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La danza del cine

La danza del cine

Suplemento viernes 12 de abril de 2019 -

¿Cuál es la relación del cine y la danza? Se trata de una conexión que ha estado presente desde las primeras proyecciones que hicieran los hermanos Lumière, hace más de un siglo, y que ha recorrido de manera sutil las obras de los más grandes exponentes de la cinematografía, como Lang, Herzog, Kurosawa y Von Trier.

Casandra Ríz

Cualquier movimiento cuyo fin sea convertirse en arte debe ser verdadero. La danza funciona como traductora del alma, exige emoción y dolor; si no es capaz de influir en otra vida, sólo puede quedarse en baile. ¿Y cómo se encuentra la verdad con el cuerpo? Basta con dar la espalda o inclinarse lentamente; un dedo podría danzar si realmente imagina que señala al sol.

La música ha sido leal compañera de la danza, la escultura y la pintura la han reinventado, la literatura la ha vestido; no obstante, es con el cine con quien comparte mucho más de lo que vemos. Infinitas son las escenas de danza en el cine, inolvidables los actores que se han transformado en bailarines y grandiosos los directores que estilizaron una caminata o gesto. La danza en el cine es fácilmente apreciable, la danza del cine sin embargo, requiere toda nuestra atención.

El 28 de diciembre de 1895 en París, los hermanos Louis y Auguste Lumière proyectaron públicamente La salida de la fábrica Lumière con su cinematógrafo. En esta grabación se observa a obreros que terminan su jornada laboral; a manera de documental, mudo y sin color, ese día nació el cine. Causó tremenda impresión La llegada de un tren a la estación de La Ciotat (1896) al simular que aplastaría a la audiencia, pero el asombro extremo no se experimentó hasta 1902 con Viaje a la luna de George Méliès, actor y director francés. Méliès decidió falsear la vida y aportó el corte entre imágenes para desvanecer o aparecer personas y objetos. Los avances en la trama eran representados con escenografía, la evolución de los personajes por otro lado no podía valerse de la psicología del color o la palabra; ¿cómo imprimir personalidad en los actores? Al ver a los científicos en ese filme, sabemos que son hombres educados porque están erguidos y sus barbillas se mantienen altas; sólo cuando se exaltan agitan los brazos sobre la cabeza. Los selenitas en cambio se presentan como seres salvajes: postura encorvada y piernas tan flexionadas que el coxis casi toca el suelo; el primero en aparecer se siente desconfiado de los intrusos e intenta ahuyentarlos con saltos pesados y puños cerrados. El cine mudo fue el primer exponente de esta sutil danza y pronto incluirá el gesto.

Terminada la Primera Guerra Mundial, Alemania enfrentó mandatos punitivos. Atravesaba una época precaria que la condujo a externar su visión sobre el futuro; fue entonces que el expresionismo influyó notoriamente en las artes. Uno de los últimos filmes más representativos es Metrópolis (1927), de Fritz Lang, donde el mayor ejemplo de danza estuvo en la talentosa actuación de Brigitte Helm en su doble papel como María y el robot de la misma. Cuando María habla con los obreros en las catacumbas, se presenta con la columna derecha, los brazos primero estirados en diagonal hacia el suelo, como perteneciéndoles; después los eleva lentamente imitando la imagen de una deidad. Los regresa a su pecho con las manos siempre abiertas y lo oprime al decir “El mediador entre el cerebro y las manos ha de ser el corazón”; el elegido escucha esto y junta los puños en el centro del torso, luego mira al cielo comprendiendo su lugar en el mundo. Al estar a solas con María, ella lo reconoce de inmediato y le acaricia el cabello con suavidad, se dan un inocente beso, y deben separarse: él se aleja de ella pero se queda lo más que puede con una mano de María en su corazón, la besa antes de soltarla y ella sostiene el brazo extendido hacia él. En contraste, el robot no se yergue ni una sola vez: su espalda parece un caparazón, sus manos están tensas y su gesto dirige la barbilla al suelo denotando malicia. Sus movimientos son bruscos, nada parecidos a la ligereza de María; un interesantísimo ademán de locura es abrir el cuello de su vestido como si quisiera romperlo. Resalta también cierta danza de los obreros que se mueven siempre en conjunto y la llevan cargando a la rebelión. Estas geniales escenas podrían ser incluidas en una obra de danza-teatro sin el menor problema.

En 1927 llega el sonido e inaugura una nueva etapa en la historia del cine. Aquí sobresale otro gran coreógrafo que sigue utilizando al cuerpo como una de sus mejores armas: Serguéi Eizenshtéin, mejor conocido como Serguéi Eisenstein. Se le ha considerado el precursor del lenguaje cinematográfico, ya que introduce la edición para manipular las emociones del espectador; comienza una investigación con la cámara para acercarse, alejarse, observar desde otro ángulo e incluir la mirada ajena en la trama. El director soviético llegó a México en 1932 y filmó ¡Que viva México!, cinta dividida en prólogo, cuatro episodios y epílogo; en la tercera parte se encuentra la danza del cine. Tres campesinos cometieron un grave error por el cual deben ser castigados. Hacia el final del capítulo se encuentran hincados, esperando su sentencia con las manos atadas tras la espalda y el torso orientado a la diagonal atrás; se sientan poco a poco en los talones con desesperanza. Son llevados a tierras lejanas donde se les ve parados luciendo el torso desnudo, dos de ellos miran el suelo con la cabeza casi recargada en un hombro y el de en medio con la nariz al cielo simula aceptar la siguiente vida y prepararse con dignidad. Aun siendo fotografía, hay una presencia evidente y firme en sus cuerpos, postura que en danza se denomina pausa activa. Pasada la pena llega María, pareja de uno de los campesinos, quien representa una vez más la pausa con intención dramática; se deja caer primero sobre las rodillas y posteriormente arroja todo su cuerpo al suelo dejando un brazo estirado al frente.

En 1935 el color significó renovaciones en el cine; una de ellas fue la fotografía que de inmediato ganó importancia. La televisión en los cincuenta fue una dura competencia, así que el cine buscó cuidar de su audiencia con los paisajes; fue clarísima la trascendencia de la imagen y la atención que prestaban los directores al color, que ayudaba a dar tono al ambiente y carácter a los personajes. La actuación también se refinaba y ya no parecía necesario pegar la barbilla al pecho para que el actor definiera al villano, bastaba con levantar bien la ceja. Werner Herzog con Nosferatu, el vampiro (1979) da un buen ejemplo. Vemos a Lucy frente a un espejo que refleja la puerta de su habitación, despeinándose con delicadeza cuando la puerta se abre y aparece la sombra del conde; ella tensa los músculos del cuello y coloca suavemente los dedos de su mano derecha frente a su boca; después levanta las cejas y abre mucho más los ojos mientras sube el codo a la misma altura que su mano: una magnífica fusión de gesto y movimiento. Lleva paulatinamente sus manos al pecho y las cruza al decir “El tiempo pasa”; las separa de nuevo y se aleja con temor cuando Nosferatu toma la palabra: “La ausencia de amor es el peor de los dolores”. De pronto el conde le pide ser su aliada, a lo que ella responde extendiendo su cabello a los lados y mostrando el cuello para provocarlo, sin permitirle si quiera acercarse. Nosferatu se retira contenido por su deseo y ella le desea buenas noches; ha sido muy valiente y termina cubriéndose el rostro.

Alrededor de los años ochenta llegó la era digital con efectos irreversibles; las posibilidades fueron abrumadoras. Incluso en estos tiempos Akira Kurosawa empleaba la danza del cine con una maestría insuperable. Kurosawa mostró absoluta consciencia del cuerpo y empleó con excelencia el movimiento y la pausa activa. Una de sus últimas obras fue Los sueños (1990), donde claramente se distingue la coreografía en una finísima mezcla con actuación y color. Tomemos el tercer sueño, “La tormenta de nieve”, que no es más que danza y el mínimo diálogo. Aparecen cuatro hombres de la montaña, andan entre la nieve a paso débil, doloroso, agonizante; se nota una ubicación en zigzag sin cubrirse unos a otros y la respiración por poco imposible. Tres de ellos están casi muertos y exigen un descanso sin insistir con la palabra, sólo se dejan caer y permanecen arrodillados en señal de resistencia; el líder lo concede pero también los agita con fuerza y les advierte que no se duerman. Luego viene una letal y estilizada pelea entre la vida y la muerte, representada por un hombre y una misteriosa mujer que es difícil de describir; la belleza de este momento debe vivirse. Cuando el líder despierta nota que sus colegas están bajo la nieve y apenas se les puede ver, va a desenterrarlos y los sienta en una posición que bien podría ser la que adopten en su tumba; pero no. Salen todos de la nieve que les cubre hasta la cintura y avanzan pausadamente hacia su destino. El próximo sueño, “El Túnel”, es de inicio a fin una pieza de arte coreográfico.

A cien años del nacimiento del cine eran demasiados los apoyos tecnológicos y visuales; la artificialidad entraba por cada resquicio. En contra del incipiente rumbo sin alma al que presuntamente se dirigía el séptimo arte, los cineastas Thomas Vinterberg y Lars von Trier redactaron un Manifiesto y un Voto de Castidad para dar a conocer el movimiento Dogma 95, que intentó rescatar la pureza con diez reglas. Los idiotas (1998) de Von Trier claramente buscó la danza del cine en la famosa escena del beso, que comienza con caricias, roces de nariz y en donde la palabra es inútil; la danza sigue y seguirá ahí porque es intrínseca del cuerpo. Béla Tarr en esa misma generación nos dio un sinfín de ejemplos; Aleksandr Sokúrov con Madre e hijo (1997); Andréi Tarkovski en El espejo (1975); Miklós Jancsó con Salmo rojo (1972); Las amargas lágrimas de Petra Von Kant (1972), de Rainer Werner Fassbinder; Redes (1936) de Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel; y otros grandes directores como Bergman, Alcoriza, Kubrick, Ripstein o Angelopoulos, a los que deberíamos comenzar a ver con otros ojos.


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IM/CR

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