“Al pan del pobre no se le dan mordiscos… el
queso del pobre no se descorteza, se raspa”. Santa Olaja de acero, Ignacio Aldecoa
A
cincuenta años de su muerte, queda claro que el escritor español Ignacio Aldecoa no sólo fue un gran artífice de la novela y del relato corto, sino también un auténtico maestro del lirismo y el minimalismo verbal.
Pese a que José Ignacio de Aldecoa Isasi (1925-
1969) resultó finalista —con su novela El fulgor y la sangre del Premio Planeta (1954) y recibió el premio de la Crítica en 1958, no tuvo la suerte de que en vida su obra fuera debidamente reconocida.
Pero lo más triste es que ni muerto ha sido
atendido como se debe. Hasta el momento no ha surgido algún arqueólogo de los libros al rescate de su obra.
Y es una lástima porque obras como Gran sol
—una desgarradora oda marítima protagonizada por forzudos pescadores y desolados navegantes que circundan las costas cantábricas— y Parte de una historia —una novela interpretada por unos
tipos extraños que, de manera inopinada, llegan
a ocupar una aldea de pescadores en una salitrosa y olvidada isla del Atlántico, perturbándolo todo y causando una enorme conmoción— son libros que pueden aportarnos un profundo goce literario.
La obra de este escritor
madrileño —que incorpora, por aquí y por allá, una buena cantidad de reflexiones filosóficas y metafísicas que despiden cierto tufo existencialista— posee, además, fuerza poética, aguda percepción social y un destacado carácter humanista.
A diferencia de otros autores de su promoción
—Rafael Sánchez Ferlosio, Juan García Hortelano, Jesús Fernández Santos o incluso la misma Ana María Matute, casi todos intimistas y autores de diarios y memorias— el autor de Con el viento solano prefirió inclinarse hacia el anonimato descriptivo, una maniobra que, por cierto, llega a producir en el lector la sensación de que las criaturas narrativas que encontramos en sus libros poseen vida propia.
Aldecoa —que justamente perteneció a la llamada generación del “medio siglo” o “la nueva
oleada”— no sólo se distanció del tono solemne que permeaba sobre la literatura falangista de la época, sino que también fue uno de sus críticos más perspicaces y frontales.
Lamentablemente, ejecutando una de sus habituales maniobras generalizadoras, la crítica
literaria española —que desde hace ya algunos años anda muy extraviada— ha dicho que la obra de Nacho Aldecoa es, simple y llanamente, una narrativa de corte social.
Pero esta definición —por ramplona y despistada— se queda muy corta. Si bien es cierto
que en los libros de Aldecoa podemos apreciar una preocupación social y moral, lo cierto es que todas esas atribulaciones, en el fondo, están supeditada a una voluntad estética.
Y es que Aldecoa fue un esteta y un renovador
que le devolvió a la plomiza narrativa española un nuevo aspecto. Y eso hay que subrayarlo. Pero también fue algo más que eso: fue uno de esos raros escritores que, en la mayoría de sus relatos, puede electrizar al lector más impasible.
Las atmósferas de sus historias —pienso ahora
mismo en la novela Los pájaros de Baden-Baden o en el inquietante relato Santa Olaja de acero— son realmente perturbadoras.
Curioseando entre las páginas de estas —y
otras historias—, el paseante podrá encontrarse por ahí con aldeas mortecinas que despiden un vaho apantanado o con algún bosque donde los árboles parecen estacas y “las rocas amenazantes fauces de perros guardianes”. Y, por eso mismo, es difícil que el lector pueda adentrarse en la obra de Aldecoa sin sentir un pequeño nudo en la garganta.