Tengo la impresión de
que hay una competencia amorosa en casa. Me refiero a la casa de Irma Eréndira, la Camarada Cartier, secretaria de la Función Pública, y John Doc Doc Ackerman. La competencia es por ver quién piropea menos autocensuradamente a nuestro Presidente Eterno. Estoy en los terrenos de la ficción, claro, pero podemos imaginarnos un diálogo en este tenor:
▶ —Gordo, perdóname, pero
no has logrado matarme lo de que Andrés es el Estado.
—¿Estás segura, corazón? —podría
revirar mi Doc Doc—. ¿Viste mi último programa con Sabina?
Y no le faltaría razón. En John y Sabina,
el programa del Once que hace con Sabina Berman, de plano se dejó ir. Que ver las mañaneras lo serenaba, pasó a decirnos. Que le provocaba tremendo bienestar saber que por fin tenemos un líder de esa magnitud, un Caudillo —el término es mío, pero la idea suya— capaz de cuidar de cada hijx de la patria, un timonel que lleva este barco llamado México hasta el puerto soleado de la utopía. Que no le parecía que un viejito lo estuviera haciendo perder el tiempo, así dijo mi Johny. Que el Tlatoani, Primer Ansiolítico de la Nación, hablando con esa cadencia suya, lo deja en onda zen. Que se le quitan las penas.
Que suelta el cuerpo. “Eres mi endorfina,
oh, Gran Benefactor”, vino a decir Doc Doc sin decirlo.
A mí también me producen efectos
positivos las mañaneras. Va una confesión: la edad me ha vuelto insomne. Han pasado dos años desde que mi ya expareja me suplicó por última vez que dejara de dormir bocarriba por los ronquidos —que, de forma injusta, llamó “propios de un zoológico”. Bueno, los ronquidos se acabaron porque caigo dormido a las 11 mientras veo Netflix, perdón: Filminlatino, despierto a las dos y el resto de la noche es un dar vueltas solo interrumpido por las exigencias de la próstata.
Bien: los soliloquios presidenciales, esa
voz a ritmo de taichí, me permiten robarle una hora a la vela; abrazar el sueño.
Sí, es sedante nuestro Padre de Pueblos.
Me atrevo a asegurar que dormiría a un
chimpancé en anfetaminas. Hace unos días, me cuajé de tal manera en el sillón que perdí mi clase de Introducción al Pensamiento Político 1, dedicada —ya que hablamos de sedantes— a Enrique Dussel. Gracias, Huey Tlatoani. Gracias por esa terapia. Uso esta tribuna para recomendarle a John que tampoco se niegue esos placeres. ¿Que se echa una pestaña salvaje y no asiste, por ejemplo, al programa con mi Sabi, o deja de tuitear, o le regatea a la posteridad una de sus columnas? ¡Adelante!
Claro que las mañaneras no solo provocan paz. De hecho, provocan también
lo contrario. Y es que escuchas al Líder Eterno hablando sobre su grandeza, sobre su infalibilidad, y uy, te tranquilizas muchísimo. Pero luego volteas al mundo y te das cuenta de que todo conspira contra él. Que pese a la brillantez y la planeación meticulosa de cada medida suya, la economía se detuvo, la violencia escala sin tregua, Pemex no extrae más que suspiros, los inversionistas se fueron en tropel, los libros de texto no, no acabaron de estar a tiempo y los niños con cáncer no tienen medicinas. Y dices: pinche compló neoliberal. El enemigo acecha. Y, pues te estresas.
▶ Porque tiene que haber
un compló. La alternativa sería que nuestro Gran Elector estuviera totalmente perdido y que hiciera lo que la nicotina: provocar la ansiedad que luego tiene que calmar. Y algo más.
Sería aceptar que mi Johny
no entiende ni la tabla del uno. Cosa imposible, porque, no sé si lo saben, tiene ¡DOS DOCTORADOS!
¡GUAAAAAUUUU!
Así que: las mañaneras son la felicidad. Punto.