El Derecho como teoría pura, según Kelsen, debía describir su objeto científico de manera objetiva, universal, formal y autolimitada, dejando de lado la influencia de otras ciencias sociales —sociología, psicología, historia y política—.
En México crecimos estudiando derecho
bajo ese paradigma. Durante prácticamente todo el Siglo XX y buena parte del XXI, nos enseñaron derecho constitucional bajo una idea absoluta de su autosuficiencia y, por qué no decirlo, de desprecio a otras ciencias sociales.
En México, el derecho constitucional tiene origen y
fin en las disposiciones de la Constitución. El esfuerzo más grande para su comprensión sucede cuando acudimos a revisar, con un afán historicista, las exposiciones de motivos de las 733 reformas que aquélla ha sufrido.
El modelo kelseniano se agotó con la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, Constitución se entiende
como un conjunto de pactos sociales, políticos y éticos a través de los cuales se establecen las reglas que rigen la vida en un Estado con un contenido axiológico determinado.
Uno de esos pactos, inspirado en ideas profundamente filosóficas, es la reforma al artículo 1° de la Constitución del 2011, en materia de derechos humanos. Para
el pueblo mexicano, las personas poseen dignidad y derechos que les permiten hacer un proyecto de vida.
A pesar del esfuerzo realizado por la Corte para la
implementación de la reforma a través de la emisión de tesis y jurisprudencia, su finalidad no ha podido
asimilarse lo suficiente en el ánimo de juzgadoras(es) federales, sencillamente, porque han dejado fuera de este nuevo paradigma la visión interdisciplinaria de la sociología, la política y la ética.
Distintos foros —universitarios, barras de abogados
y sociedad civil— tienen la percepción de que la justicia federal está alejada de la ciudadanía. Ésta se refuerza cuando vemos los datos del Censo Nacional de Impartición de Justicia 2019 del Inegi.
Las cifras no son alentadoras. Tratándose del amparo
contra sentencias de tribunales civiles, administrativos, penales o laborales, del total de juicios presentados, el 52.6 por ciento fueron desestimados —sobreseimiento o negativa de amparo— y solamente se obtuvo sentencia favorable en el 32.8 por ciento de los casos.
Respecto del amparo contra leyes y actos de autoridades distintas a los tribunales, la cifra es más dramática
aún. Del total de juicios, el 47.3 por ciento fueron desestimados —sobreseimiento o negativa de amparo— y solamente se lograron sentencias a favor en un 15.9 por ciento —el porcentaje restante en ambas vías corresponde a otro tipo de resoluciones como desechamiento, incompetencia, etcétera—.
Todavía tendremos que esperar algunos años para
transitar a un esquema de justicia que adopte plenamente el constitucionalismo de los derechos, siempre que se incorporen otros ámbitos de las ciencias sociales indispensables para la justicia de nuestros tiempos. Mientras tanto, seguiremos contemplando la resistencia de la judicatura que añora a Kelsen.
•Especialista en Derecho Constitucional
y Teoría Política