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La lírica nasal de Guillermo de Torre

La lírica nasal de Guillermo de Torre

Columnas miércoles 03 de julio de 2019 -

El escritor español Guillermo de Torre (1900-1971) —según cuenta Rafael Cansinos Assens en el segundo tomo de La novela de un literato— pasó su juventud visitando a los autores más famosos —desde Eugenio Noel y Blanco Fombona, hasta Alberti y Jorge Guillén— a la búsqueda de un padre literario que lo legitimara.

La vida del impulsor del Futurismo —pese a que estuvo reconcentrada en alcanzar fama y renombre— le dejaba tiempo para “analizar” todas las mañanas el periódico, comerse un pedazo de pan duro untado de mermelada, beber café y leer medio centenar de páginas “literarias”.

Posteriormente, se paraba frente al espejo y, con una mirada de excesiva confianza en el futuro, se daba una afeitada implacable, casi colérica.

Mozo audaz e imperturbable— y sin que topar con un muro que lo detuviera—, burló todas las aduanas y se presentaba ante sus posibles maestros, sorprendiéndolos en su intimidad, con un aire de orfandad.

Guillermo, ya más grandecito, anhelaba portar el estandarte del crítico del momento.

Y como demostró perseverancia y un buen repertorio de lisonjas y diatribas, su deseo le fue concedido. Como teórico de la literatura, supo manejar mejor que nadie el entramado de las frases hechas y los conceptos tópicos. Mojigato de la expresión, quiso borrar de su estilo las palabras espurias y los aderezos verbales.

Como ambicionaba —ay, tuvo tantas ambiciones el ambicioso— ser poeta, comenzó a escribir piezas donde exponía una lírica nasal y trompicante. En búsqueda de un club que lo aceptara como su portavoz, Guillermito (así le llamaban algunos maliciosos) se inscribió una buena temporada al ultraísmo para, después, vilipendiarlo.

Otra temporada se afilió a una cosa llamada Creacionismo para, poco después, también ironizarlo. Se volvió un tipo arisco y no había cantina ni tertulia que lograra soportarlo. Muchos lo acusaron de efervescente. Y sí, lo que su espíritu subversivo más ambicionaba era hacer la revolución en un vaso de agua mineral.

O mejor: en una copa de champán, que para él tenía más estilo y alcurnia.

Pasaron los años y el malhumorado y aplomado ensayista —que consiguió una cierta relevancia en las revistas Índice Literario, Sur y en la Revista de Occidente— se tornó vulnerable hacia los sarcasmos y desarrolló una gran aversión —según dijo él mismo— “ante la vida disipada de sus contertulios”.

Aunque ya lo sabía —pero ya no está dispuesto a continuar haciéndose de la vista gorda— descubre que sus maestros y cofrades son, en su mayoría, individuos desdentados, frenéticos, educados en la escuela de la lujuria, y dosifican sus placeres con frías estratagemas, exhalándole en la cara olores fétidos, moviéndose pesadamente, crujiendo como si sus esqueletos se hubieran descoyuntado bajo la infecta piel apergaminada.

Y como no es un tipo empático, su impaciencia desemboca en irritación. Y, así, un día polemiza con el consagrado Juan Ramón y, otro, con Huidobro, el genio en ciernes. A los dos les grita plagiarios con su voz gangosa. Ambos se declaran agraviados y lo expulsan de su compañía, no sin antes llamarlo poetastro flébil y deplorable.

Y tienen razón: su único poemario, Hélices —más allá de sus esdrújulas estrafalarias— es un libro absolutamente lastimero.

Y a partir de ese momento, Guillermo de Torre —herido por el escarnio de sus viejos camaradas— comenzó a vengarse de sus maestros como mejor sabe hacerlo un crítico literario: reseñando sus libros (y muchas veces su obra completa) en clave de crueldad.

Coléricos ante el desacato, los grandes emperadores de la Generación del 27 dijeron que no era más que un rencoroso, “un castrado”. Lo cierto es que, más allá de ser un poeta campanudo, el autor de Valoración literaria del existencialismo sí escribió la mejor ensayística de aquella hora de España.

Al final de sus días, el viejo y reputado académico —que jamás consiguió remediar su diastria física y literaria— no sólo se negó a publicar a Gabriel García Márquez, sino que acentuó su acritud e implantó en su corazón una incandescente corrosión de la que sólo, a momentos, podía sacarlo su amada y paciente mujer: Norah Borges.

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