Lecciones de lo elegido y lo impuesto

1. El 7 de septiembre de 1951, el diario mexicano La Prensa publicó el siguiente encabezado: “Quiso demostrar su puntería y mató a su mujer. Crimen de un Norteamericano Durante Escandalosa Juerga”. El norteamericano era William Burroughs, que le había atravesado el cráneo a su mujer, Joan Vollmer, disparándole en la bruma de una noche de fiesta.

Vollmer llegó con vida al hospital, cerca de donde vivía con Burroughs, en el entonces Distrito Federal. Pero la bala le había molido el cerebro, su sangre había llenado las paredes del departamento de su amigo John Healy, y murió pronto. Adelbert Lewis Marker —ligue del escritor, con ambos esa noche— lo narró así:

“—Escucha Joan, ¿recuerdas a Guillermo Tell? —preguntó Burroughs.

“—Claro, la leyenda suiza que inspiró Wilhelm Tell de Friedrich Schiler. Dispara con una ballesta a una manzana posada en la cabeza de su hijo. Sólo por no reverenciar a su opresor.

“—Exacto. ¿Te animas? Nunca he fallado.

“Joan bebió lo que le quedaba de trago, y se preparó para la gran hazaña. Burroughs llenó un vaso de ginebra y lo colocó sutilmente sobre su cabeza.

“—Vamos, hazlo, ¡dispara!”

(Tomado de Gabriel Revelo, “William Burroughs en la CDMX: una historia de amor que terminó en tragedia”, Noticieros Televisa, televisa.news, agosto 2017).

2. Joan Vollmer (Albany, 1943) había puesto de cabeza a la gente que la conoció en su juventud. Tenía una enorme capacidad de convocatoria y fue quien logró sumar a su alrededor a la generación Beat. Antes quiso ser una mujer capaz de medirse al tú por tú con los hombres. Según los relatos, no sólo era una estudiante de periodismo aventajada, llena de lecturas y sin miedo a dar su opinión; también era una chica que aplicaba a los hombres “la misma clase de valoraciones que ellos, generalmente, emplean con las chicas”. No tuvo miedo a las relaciones sexuales, los encuentros fortuitos o a beber y fumar como ellos.

La historia es conocida: Lucien Carr, amigo de Jack Kerouack, lo presenta con Allen Ginsberg y, más tarde, a ambos con Burroughs, conformando el corazón del grupo Beat. Crearían —en conjunto y por separado— obras deslumbrantes y extrañas, si bien fueron pocas las que terminaron por definirlos frente al mundo: a Ginsberg, Aullido, de 1956; a Kerouac, En el camino, de 1957, y a Burroughs, El almuerzo desnudo, de 1959. Al centro de ese grupo —como amiga o amante, como musa inspiradora, como voz combativa y la luz en torno a la que revoloteaban como polillas— estaba Joan.

3. Hay tres cartas que Joan le escribió a Jack poco antes de morir en la colonia Roma y que están en la Biblioteca Pública de Nueva York. En la segunda, escrita el 9 de julio de 1951, después de contarle a su amigo que Bill está de novio con un muchacho en Sudamérica (Vollmer aceptaba la homosexualidad de Burroughs), le dice: “Recibí cartas de Allen y las estoy reenviando. El manuscrito de Bill está todo desastroso […] pero haré lo que pueda para arreglarlo y enviarlo”. Para entonces, Joan ya llevaba un rato enganchada en las drogas y en el alcohol. A pesar de eso, se dispone a arreglar el desorden de su pareja. Eso sucede no sólo con el manuscrito, sino con el resto de las cosas de la vida doméstica. Ella es caótica y está desencanchada, tiene dos niños pequeños y un montón de promesas rotas, pero trata de mantener un hogar. Y no porque lo desee, sino porque es lo que se espera de ella: es mujer. El escritor viaja, liga y experimenta con drogas sin inmutarse por el arreglo de la casa, el bienestar de los hijos o las cosas del cotidiano. Para eso está ella.

4. En 42 m2, Fabrizio Mejía hace un recuento a la vez puntual e imaginario de lo que sucedió después del disparo. Burroughs fue a dar con sus huesos a la cárcel, pero salió libre gracias a las artes de un abogado que era, sobre todo, un hampón. Volvió a Estados Unidos (los niños, lo único de valor que quedaba en México, se repartieron entre los abuelos) y fue protegido por una familia a la que le sobraban los recursos y las ideas sobre lo que era decente.

William Burroughs no fue el primer hombre en matar a una mujer sin afrontar después las consecuencias. Eso sucede a diario, dolorosamente, desde hace siglos; en México, nueve mujeres son asesinadas por día ante una autoridad y una sociedad que parecen impávidas. Lo que hace peculiar al escritor es que esa muerte le dio relevancia, una fama exótica, de animal peligroso. El episodio del balazo le confirió un aura especial que lo acompañó hasta su muerte, a los 83 años. Lo admiraron y se fotografiaron a su lado desde Patti Smith hasta Kurt Cobain y Madonna, pasando por Mick Jagger y Susan Sontag. Su celebridad lo precedía y la muerte de Vollmer no sólo no menguaba su carisma, sino que parecía acrecentarlo. Escribió la siguiente verdad a medias: “Todo me lleva a la atroz conclusión de que jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan”.

Las obras de Burroughs son pesadillescas, sórdidas y eficaces, y nos ayudan a plantear una pregunta muy vigente: ¿cómo separamos al hombre de su producción? Los hombres que acosan y matan pueden ser talentosos sin que eso los exima de nada porque el talento no está casado a la calidad moral.

Los juicios a Vollmer después de su muerte no se hicieron esperar. Si estaba ahí, en las juergas con los varones, era natural que le tocara algo así. Su muerte no la transforma en persona o madre ejemplar, por supuesto. Pero sí dice algo de la diferencia con la que percibimos a los hombres y a las mujeres. En el discurso aceptado, ella merecía un castigo por su comportamiento y él no.

Han pasado casi 70 años desde el trágico juego de Guillermo Tell sin que las cosas hayan cambiado mucho. La sociedad los disculpa a ellos y las juzga a ellas. Aunque no será fácil separar lo real de lo imaginado, la obra del autor, lo elegido de lo impuesto, es un buen momento para empezar.