¡Qué emoción! Estamos a unos días del segundo informe de gobierno de nuestro amado líder —el primero fue en el zócalo cuando cumplió un año de su triunfo electoral— y llega feliz, feliz, feliz, en caballo de hacienda, con el 69% de aceptación. A pesar de los gritos y sombrerazos de sus adversarios —como le gusta llamar a sus enemigos—, nuestro amado líder puede decir que hasta el día de hoy la llamada oposición le ha hecho lo que el viento a Juárez.
Se viene un informe de gobierno
más, pero a decir verdad, ya no los hacen como antes. Este acto cumplirá, junto con la República, 200 años en 2024; fue establecido en la primera constitución del México independiente, la de 1824. Por entonces el Congreso iniciaba sesiones ordinarias el 1 de enero —y concluían el 15 de abril— y el presidente debía pronunciar “un discurso análogo a este acto tan importante”.
En la Constitución de 1857 se establecieron
dos periodos de sesiones del Congreso y bajo el justísimo principio de “o todos coludos o todos rabones”, el presidente debía presentar su informe dos veces al año y como resultó una pesadilla en la Constitución de 1917 —la que nos rige— los constituyentes pusieron punto final al tema: establecieron que el presidente presentara un informe por escrito “sobre el estado que guarda la administración pública del país” al iniciar el primer periodo de sesiones ordinarias del Congreso, es decir, el 1 de septiembre.
A la sociedad poco le interesaban los informes presidenciales hasta que comenzaron a ser
transmitidos por televisión a partir de 1950 —IV informe de Miguel Alemán—, entonces un acto eminentemente republicano se convirtió en el día del presidente, en el culto a la personalidad.
Todo giraba alrededor de su figura, se declaraba día feriado, se transmitía en cadena
nacional por radio y televisión, seguíamos al presidente en su recorrido desde Los Pinos hasta el recinto del Congreso, lo escuchábamos por horas, mirábamos a los legisladores aplaudiendo a rabiar como si escucharan la palabra de dios y luego éramos testigos del besamanos en Palacio Nacional —porque no podían besar otra cosa— donde toda la clase política le rendía culto y pleitesía.
Los presidentes solían asistir al recinto
del Congreso a presentar su informe pasara lo que pasara, pero en 2006 los legisladores perredistas todavía ardidos por la derrota electoral le impidieron la entrada a Vicente Fox —merecía eso y más—. A partir de entonces, ningún presidente volvió al Congreso, ni Calderón, ni Peña Nieto y tampoco lo hará nuestro amado líder. Y es que hay que entenderlo, siempre será más cómodo estar entre cuates, sin el riesgo de que alguien interrumpa, rodeado de amigos, seguidores e incondicionales y con la certeza de que sólo recibirá aplausos, felicitaciones y todo el apoyo. Es el besamanos edición siglo XXI.
Con excepción del informe de Gustavo Díaz Ordaz de 1969 cuando asumió públicamente la responsabilidad por lo ocurrido en el 68, o el madruguete de López Portillo cuando nacionalizó la banca y luego se puso a llorar en 1982, o las primeras interpelaciones que enfrentó Salinas, en general los informes presidenciables son para el olvido.
Yo espero que nuestro
presidente tenga piedad de nosotros el pueblo y por el bien de todos su mensaje sea muy breve porque desde el 1 de diciembre de 2018 todos los días en sus mañaneras nos presenta el estado que guarda la administración pública del país, así que un resumen ejecutivo haría felices a muchos.
Lo único maravilloso que siempre he
encontrado en los informes de gobierno es que nuestros presidentes, incluyendo ahora a nuestro amado líder, tienen la virtud de reavivar nuestras esperanzas, de llenar de alegría nuestros corazones y de acrecentar nuestra fe en que algún día podremos vivir en un país tan próspero, justo, seguro y equitativo como el que presentan en sus informes de gobierno.
Es alentador, y de ahí mi emoción, saber
que frente a nuestro miserable México real —el de los feminicidios, el de la inseguridad, el de los desaparecidos, el del crecimiento cero—, en alguna otra dimensión, en una realidad paralela existe ese otro México del que han hablado, cual profecía, los anteriores presidentes y del que ahora habla nuestro amado líder, ese país que sólo ellos conocen y gobiernan con sabiduría. Ese es el México en el que yo quiero vivir.