Pensé que nadie derrotaría a Porfirio Muñoz Ledo cuando dijo lo de que nuestro Presidente Eterno estaba en otro plano espiritual, pero mientras el tribuno ha adquirido un tonito crítico inaceptable hacia ciertos aspectos de la 4T (¿qué fue eso de oponerse a la prolongación del mandato de Jaime Bonilla, el más mexicano de los gringos y el más progre de los miembros del Partido Republicano?), Irma Eréndira, la Camarada Cartier, lo rebasó por el acotamiento cuando dijo que nuestro Tlatoani, él solito, es el Estado. Entonces me convencí de que nadie derrotaría a la camarada, no solo por esa declaración venturosa, sino porque desde aquellos días, con una enjundia que haría palidecer incluso a su esposo, el Doc Doc Ackerman, aplaude, retuitea, elogia se cuadra con rigor militante a cada declaración del Tlatoani, y miren que no son pocas, de un modo deliciosamente impúdico que en las democracias no populares se diría imposible en una secretaria de la Función Pública.
Pero me equivoqué.
▶ Irma Eréndira fue derrotada hace un par de días por Ana Gabi Guevara, que le llevó una medalla a nuestro Líder para festejar las medallas ganadas no por el atleta keniano, sino por los mexicanos, en una competencia, los Panamericanos, a la que llegaron sin recursos, porque... Bueno, dejemos esto para otra ocasión. La medalla fue un detallazo.
Un detallazo que me lleva a pensar que nos estamos quedando cortos con los reconocimientos al Patriarca. Así que, ya, tenemos que aplicar a las mañaneras un programa de entrega de medallas. Hace ya unos meses propuse aquí que cada comparecencia del Padre de Pueblos fuera precedida por una recitación de sus títulos: “Comendador de Macuspana, Primer Lord de la Guardia Nacional, Benemérito de Tepetitán…”, etc. A esa idea, de cuya relevancia me parece que no hay dudas, sumo ahora esta: cada día, un miembro del gabinete, sí, pero también las autoridades de la Ciudad de México, de los diputados, de los senadores e incluso algunos de los representantes de medios más afines, por ejemplo, deben entregar una presea al Gran Elector.
Así, por ejemplo, puede llegar Octavio Romero con un trazado de la refinería de Dos Bocas en oro en un segundo plano y el rostro sonriente del homenajeado en primero, se entiende que en pedrería fina. O Manolo Bartlett con un círculo negro que representaría el carbón y los apagones provocados por los incendios (obsidiana, sobra decir), y en letras doradas, aunque no muy intensas: “La única luz que necesitamos es la tuya, oh, Líder”. Las posibilidades son infinitas, claro: un bat de beis en platino para celebrar su apuesta por este deporte, un borrego de esmeraldas que represente su pasión por la barbacoa, un guerrero águila decapitando a un español... En fin, el cielo es el límite.
De hecho, así como propuse ya una nueva versión del himno nacional en este espacio, se me ocurre que este país en lo que necesita gastar el dinero, que le sobra gracias a la economía moral, es en diseñar un nuevo escudo nacional. Evidentemente, los usos verdaderamente democráticos a lo que invitan es a una convocatoria a carg de la Agencia de Innovación Digital. Yo, de todas maneras, dejo aquí mi propuesta: una cruz cristiana sostenida sobre la Cartilla Moral, como muestra del triunfo de la izquierda no ya en México, sino en América Latina.
El economista Isaac Katz retuiteó el otro día el hilo de un dizque especialista, sospechoso entre otras razones porque habla inglés, para justificar el uso de la palabra “Rey” en sustitución de “Tlatoani”. Me niego, señor Katz. “Rey” es un término de la lengua colonial y una figura traída por los seres malignos que importaron las carnitas, los caballos, la pólvora y otros inventos malignos; un término pigmentocrático. Con todo respeto, me quedo con “Tlatoani”. Y con el trapiche.