En las últimas semanas se ha recrudecido el discurso del presidente Trump acerca de lo que a su juicio ha sido: un bajo nivel de acciones implementadas por México para frenar el fenómeno migratorio que va hacia Estados Unidos.
Ese flujo que a partir del mes de noviembre del año pasado se agudizó en México, proviene de Guatemala, Honduras y El Salvador, países que conforman el Triángulo Norte de Centro América, y si bien no es u hecho inédito —se presenta desde los años 70— esta nueva emigración está relacionada, principalmente, con las crisis económica y política de estabilización en la región.
El Gobierno de México podía asumir dos posturas frente a este flujo migratorio:
1. Enfrentar el problema, tal y como lo sugiere Trump, como un asunto de tolerancia cero y cierre de fronteras, bajo el argumento de que estamos ante una invasión de delincuentes. Recordemos que, frente a México, esta ha sido la postura que Trump asumió en su campaña, al ofrecer la construcción del muro fronterizo.
2. Enfocar el asunto desde los derechos humanos, entendiendo que se trata de un fenómeno regional que requiere soluciones complejas, concertadas y efectivas, que los migrantes tienen calidad de desplazados, principalmente por pobreza y violencia; y, que, por tal motivo, se debe adoptar una visión de seguridad humana que garantice el origen, tránsito y destino de esas personas.
El Gobierno de México optó por la segunda postura, es decir, la de los derechos humanos. Esta posición, desde mi punto de vista, implica dos grandes aciertos, uno político y otro de legitimidad del régimen democrático, además de ser la única congruente con la posición que hemos sostenido frente a la propuesta de Trump de construir el muro en nuestra frontera.
Desde la óptica de política internacional, México no podría posicionarse frente a Estados Unidos con un rechazo a la militarización de nuestras fronteras y la construcción del muro, si ante los migrantes a las puertas de nuestra frontera sur, hubiéramos adoptado las mismas políticas que reclamamos a Trump.
La opción de México es la que maximiza los derechos de migrantes y permite concebirlos como víctimas de violencia y exclusión social en sus países de origen; se trata pues, de tutelar los derechos a la vida, la seguridad, la integridad personal y la dignidad humana. Este es el único enfoque posible para un régimen democrático que, como ha dicho Dworkin, se toma los derechos en serio.
El arqueómetro más preciso para este tema es: ni apertura total, ni clausura total, cada caso debe ser revisado a detalle, pero siempre con tutela completa de derechos humanos de migrantes y ciudadanía por igual.
Esta fórmula es compleja, pero estoy convencido de que ambas cosas son posibles.