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Pequeña guía, última y definitiva para esquiar en los pasillos de Heathrow

Pequeña guía, última y definitiva para esquiar en los pasillos de Heathrow

Entornos lunes 10 de junio de 2019 -

POR PEDRO ZAVALA

Beso a Mila en la mejilla y huelo su pelo por última vez. Su aroma a sudor pasea por debajo de mi nariz. Nos soltamos y continuamos el camino. Estamos drogados y todo a nuestro alrededor pasa en cámara lenta. Un hombre de negocios balancea su portafolios; una pareja de jóvenes ríen tomados de la mano; un padre de familia avanza frente al grupo rezagado.

Caminamos por los pasillos del aeropuerto londinense. Ella suda, sus mejillas y frente llenas de perlas me parecen una pintura viviente, aprieta mi mano para mantenerse en pie: no me queda más que sonreír. Yo tengo el rostro hinchado y los ojos apenas abiertos.

A la mitad del pasillo imagino que en cualquier momento caerá al suelo, vomitará sobre su ropa y entonces los dos estallaremos en risas, entre baba y trozos de comida que serán expulsados en cascadas. Andamos por los pasillos, me aprieta la mano y esto no sucede.

Mila es una bonaerense envalentonada. Piel blanca, piernas fuertes, pelo rubio y enmarañado. Falda roja, Converse negros y chamarra de piel. Siempre echada para adelante. No se aflige.

La conciencia de sus virtudes carece de limitaciones y excede al conteo de sus defectos. Esto constituye en sí, el motor desaforado de un monstruo escondido en un cuerpo compacto: Mila, la bonaerense desenfadada, que de pronto me cuestiona.

—¿Continuarás tu recorrido en trenes nocturnos y carreteras en el continente de mierda?

Llegamos en el subterráneo hace un par de horas, quejándonos por el costo del boleto. Luego tomamos una última cerveza juntos en un bar aburrido y nos hicimos un par de Polaroids con un fondo blanco. Decidimos que cada quien guarde una de las fotos y que en un futuro cuando seamos viejos, si es que esto acontece, podamos mirar las fotos y reír de los rostros aletargados.

—El aeropuerto está vacío, ché. Tan vacío que uno podría vomitar todo lo que quisiera sobre estos pisos lustrosos de mierda. ¿Querés vomitar conmigo?

—…

—Ché, ¿querés vomitar conmigo? Proceso las palabras que escucho salir de su boca y miro su rostro serio. No es ninguna broma y apuro cualquier respuesta.

—¡No! ¿Por qué querrías vomitar así sin más?

—¿Qué más da? Toda esa gente va ahí con sus móviles y nada. Son una mierda, boludo. Riendo solos

como unos locos re desquiciados. Mirá a ese pibe. ¿Qué tipo?

—…

—Andá, ¿querés vomitar conmigo?

—No, no quiero.

—¿No crees que esto es lo más lindo que alguien te ha dicho en la vida, vos?

—…

—Es bastante pank, ché. Vomitar, vomitar sobre los pisos de mármol del aeropuerto, ché. Es como cagarte en Dios ahora y para siempre.

—¿Y luego de vomitar? ¿Qué? ¿Nadamos juntos entre los restos de comida molida?

—No, nada. Yo haría esquí en ese lago amarillento y hediondo sin pedo, boludo —dice Mila sin reparo alguno.

Discutimos luego sobre las propiedades de las drogas que hemos probado en los últimos días, con un afán casi científico, del que poseemos un registro de nuestras sensaciones e imágenes. Escribimos en un bloc de notas a la manera de Walter Benjamin y sus Protocolos de ensayos con drogas, según nuestros planes. Esto, por supuesto, no sucedió como lo planeamos. Cuando revisamos el bloc sólo encontramos garabatos y palabras sin sentido. Formas y figuras que asemejan las ondas de un electrocardiograma alterado.

En otras imaginamos que es una portada de un álbum de Joy Division. A la mitad de las pesquisas quedamos paralizados, noqueados o con black outs de los que tardamos en reponernos.

Así, decidimos que uno hiciera la prueba de la droga y que otro el que llevara las notas y registro en turno. Este último caso me resultó aburrido en extremo al hacer las anotaciones. No obstante, me puso como un loco mirar contonearse a Mila sobre la alfombra a la mitad del cuarto. Como una pitonisa ancestral a la que uno debe postrarse en seguida. Mila en el piso se deshizo de la ropa en un movimiento suave y la miré ahí tendida, desnuda, hermosa. Nunca antes vi un espectáculo similar.

Cuando fue mi turno de probar el LSD me perdí en las texturas (en las paredes y específicamente en la alfombra), los colores brillantes (en movimiento) y las luces (que eran como grandes ojos vivos). Mila entregó un día después como conclusión de sus observaciones, dibujos de gatos y perros. Pensamos que Benjamin nos tomaba el pelo y que era imposible realizar un estudio de este tipo, al menos por nosotros mismos y sin el apoyo de un relato ficcional a la manera de Terrence McKeena. Durante esos días discutimos sobre la forma y el uso de las drogas. Discutimos si era válido hacer el recuento de nuestras experiencias a partir de una evocación de nuestras sensaciones e imágenes mentales. Nos dimos por vencidos y decidimos cancelar el proyecto. Discutimos entonces sobre el acceso a las drogas y sobre los límites legales que existen en nuestros respectivos países. Luego plantee mi teoría de la dosis perfecta. El discernimiento de un punto exacto y yonqui en el que no se está del todo extraviado, manteniéndose en la frontera de lo funcional y consciente. Mila no estuvo de acuerdo en las restricciones y en mi argumento. Su leitmotiv: hay que destruirlo todo, incendiar el puto mundo, tal cual, destruir todo lo que uno toca.

—El LSD acá es bárbaro, loco. ¿Por qué querés detenerte? ¿Qué temés? —preguntó.

Fin de la discusión. Consumiremos por consumir, consentimos aquél día. El motivo era simple pero nunca lo decíamos: el hecho de huir, de salir de nosotros mismos o internarnos en nuestras mentes, sensaciones y símbolos más profundos. Creyendo que nadábamos en la mente pura de Petrus Borel, de Jules Renard o de Borges.

Pensando que éramos parte de las pinturas de Pollock o Vermeer.

Decidimos, pues, entregarnos al ocio. O más correctamente al uso indiscriminado de las drogas, o más bien, del LSD.

La última semana acabamos con la investigación y el dinero. Hablamos entonces sobre la migración en la Unión Europea y sobre los presidentes de mierda en nuestros países.

Pedro Zavala (Ciudad de México, 1981).

Profesor de filosofía, escritor y traductor independiente.

Ganador del Premio Mauricio Achar Literatura Random House 2018, por All in, Sinatra.

Twitter: @petezavala

Instagram: @petez

Web: www.petez.org


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