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Pequeña guía, última y definitiva para esquiar en los pasillos de Heathrow

Pequeña guía, última y definitiva para esquiar en los pasillos de Heathrow

Entornos viernes 26 de julio de 2019 -

(LONDRES, UK)

Llegamos al escritorio de la aerolínea para documentar la maleta de Mila. Y luego del papeleo nos piden esperar. Callamos. Miro los hombros de Mila. Ella apura una sonrisa.

Un par de guardias llegan. Nos piden seguirlos. Caminamos por Heathrow.

Luego de algunos minutos nos pasan a un cuarto con paredes de cristal, en donde un hombre revisa con rayos X el contenido de la valija de la argentina. El hombre es viejo y calvo. Nos mira de reojo y regresa la vista a la pantalla.

Mila y yo hablamos una última vez sobre nuestros autores y nuestras obsesiones.

Para pasar el tiempo y parecer funcionales. Socialmente funcionales. Yo, Henry Miller.

Ella, Pizarnik, Pizarnik, Pizarnik. Mientras el viejo revisa nos damos tiempo para una última discusión. Una última apología de nuestros gustos, opiniones personales y efervescentes.

—Hay una escena, ché, en ese libro machista en donde Miller le roba la plata a una piba que lo alimenta. Lo vomito, ché. Lo odio. Ella va con el nene y el pelotudo le saca la plata que recién le acaba de pagar. No podés hacer eso si te dan de comer, boludo. Simplemente no podés. No sé cómo podés mencionar su nombre incluso. Es un hijo de puta.

El hombre que revisa la maleta toma el teléfono a su lado y de inmediato tenemos a un grupo de policías junto a nosotros. Enormes tipos enfundados en uniformes limpios. Piden que los acompañemos de nuevo. Miro a Mila y ella asiente. Hemos zanjado de pronto nuestro ejercicio dialéctico. Caminamos por los pasillos del aeropuerto durante unos minutos, hasta llegar a las puertas custodiadas por cámaras de seguridad y policías.

Llegamos finalmente a un cuarto amueblado. Un pequeño refrigerador en una esquina y cafeteras sobre una mesa al fondo. Nos piden que nos sentemos, que estemos tranquilos y afirman que alguien vendrá a contactarnos. Mila y yo, sin saber el por qué de la detención repentina, espontánea, continuamos la discusión sobre Miller y Pizarnik. Más por temor a nuestro destino a corto plazo, que por la adoración que profesamos a nuestros ídolos terrenales.

—No puedes juzgar la obra de un autor por un pasaje en específico, Mila. Miller reventó las formas de decir las cosas en su tiempo. Al reinventarlo todo.

—¿Reventar dijiste? No, loco, merecía que le reventaran la pija y las pelotas por boludo.

Pasan los minutos. Quedamos en silencio. Yo no puedo más y pregunto cuál es el motivo de la detención repentina. El hombre que está al frente del grupo policial que nos custodia, menciona en su explicación cortés las palabras armas.

—¿Qué dice, ché? —pregunta Mila. No sabe inglés.

—Espera. Espera.

—¿Qué?

Pregunto qué armas, cuáles armas, de qué armas está hablando, de qué mierda habla para ser específico. Miro a Mila. Su cuerpo compacto, sus piernas torneadas. Sonríe esperando el desenlace de alguna broma pasajera.

—Decíme ché, ¿qué dice este pelotudo de mierda? Un cuarto o quinto o sexto hombre —no lo sé, he perdido la cuenta porque siguen llegando uno tras otro— entra al cuarto y reitera la historia que

previamente he escuchado. Armas. Armas. Así. Sin más. Armas blancas.

Según informó el viejo calvo que examinaba el equipaje y que seguramente ahora huele la ropa interior de Mila, mientras nadie lo observa.

—¿Traes armas en el equipaje, Mila?

—Ché ¿qué decís? ¿De qué me hablás?

—Dicen que tienes armas, Mila. En el equipaje. Armas. No mames.

Ella ríe. Como si alguien le estuviera contando un chiste. Pienso que no es momento para reír y se lo digo. Los policías al interior de la sala comienzan a impacientarse. Miran a la pequeña bonaerense envalentonada reventar en risas. Siento el sudor frío bajar hasta mi barbilla. Quiero salir del cuarto.

—Armas, armas, armas.

Pienso por un momento que mi pareja efímera, bonaerense, es una terrorista.

—Armas.

—Es un cuchillo. Ella carga con un cuchillo. Se trata de un cuchillo en el equipaje ⎯dice

el hombre de traje frente a nosotros, moviendo la cabeza de un lado al otro.

—…

—A knife.

—Es un cuchillo. ¿Traes un cuchillo en el equipaje, Mila?

—Ah el cuchillo. Sí, sí, ché.

—…

No lo creo. Estamos jodidos. El personal de seguridad nos mira en silencio y afirma con las palabras de mi pareja efímera la sospecha previa. Lo ha reconocido. Lo ha afirmado. Trae consigo un cuchillo de treinta centímetros, según escucho.

—No puedes subir con un cuchillo al avión Mila, no mames —digo.

—Ché, me lo dio mi madre en la Argentina. Me acompaña siempre desde Buenos Aires.

—No importa quién te lo dio, carajo, no puedes subir a un avión con un cuchillo.

—Ché, no lo tomés a mal, pero no sabés cuando pelarás una manzana —remata.

Explico esto al personal de seguridad. Es un malentendido. Una estupidez.

Piensan que es una broma y que en mis palabras hay un dejo de burla ante la autoridad inglesa y la misma Reina. Hablo de la manzana, de la manzana argentina, de la madre loca de Mila a quien no conozco, de los argentinos, de sus manzanas, de su pasado sangriento y terrorífico, hablo de su gran ego y de sus fijaciones.

Los gurdias nos miran. Nos miran y encuentran mi historia exótica, argentina, dice uno. Otro ríe y otro de ellos mira a Mila como si fuera una terrorista con piernas hermosas y torneadas. Mila. Mi novia intermitente y terrorista.

—Es un malentendido. Un malentendido. Una broma. Mejor un chiste. Un chiste argentino.

El viejo abre la maleta y extrae un cuchillo de medio metro. Lo deposita en una mesa a la mitad de la habitación. Luego de revisar nuestros papeles —yo cargo con mi pasaporte— hacen un par de llamadas. Nosotros mostramos el itinerario de viaje de Mila y luego de una hora nos permiten salir. Camino en silencio. Mila habla sobre algo que ya no escucho.

Miramos los tableros digitales. El vuelo está anunciado. Antes que Mila se forme en la línea intentamos una despedida. O algo parecido.

—Bueno, ché, es todo. Gracias y disculpá. Ha sido todo re lindo. ¿Sabés?

Tengo hambre —dice Mila.

—Mila, no sé qué decir. No quiero que te vayas. No sé. No dejes de escribirme, buen viaje y escucha a Cerati. Lo llevas en mis discos —digo.

—¿Qué es Cerati?

Nos besamos larga y torpemente. Sonreímos. Mila camina despreocupada. Su falda roja se mueve de un lado al otro bajo sus rodillas. Sus Converse rotos y sucios se dirigen al retén en el aeropuerto, bajo la mirada del circuito cerrado inglés. Pasa el arco detector de metales y se dirige hacia la sala de espera. No voltea. La miro desaparecer.

Camino en la dirección contraria a Mila. Pienso en su desfachatez, en su ligereza, en su risa con aliento a menta y en su cuchillo de treinta centímetros, para pelar manzanas escondido en el equipaje. Me dirijo hacia la puerta de salida. Y aunque es el verano inglés a mí me parece un invierno perpetuo. Escucho en mi mente los acordes de los Smiths: This Charming Man. Camino. Dejo tras de mi el aeropuerto de Heathrow y me olvido de sus pasillos limpios.


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YC/CR

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