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Pintar

Pintar

Suplemento viernes 15 de marzo de 2019 -

Guillermo Arreola



En Mi lucha, Adolfo Hitler escribió: “Yo pintaba para ganarme la vida y al mismo tiempo para aprender con satisfacción”.


Ignoraba que un artista no creaba realmente para ganar o perder la vida, ni para aprender; y que, sin embargo, tenía que defender su cuerpo, pasara lo que pasara, como lo hizo Caravaggio frente a Ranuccio Tomassoni, a quien mató, en 1606, durante una riña.


Desconocía Hitler que un artista era quien veía pensamiento y cuerpo como obras de arte en sí mismos; y les reconocía la libertad que, por principio, las sustentaba, fuera para levantar el vuelo hasta perderse en el infinito, o caer en la hoguera de los sacrificios a favor del mito.


Leonardo da Vinci supo mucho de lo que Hitler ignoraba. Quizá por lo mismo, por lo que sabía, permitió que Gian Giacomo Caprotti da Oredo, el llamado “Salai”, hiciera trapos su desnudo corazón; aunque no se sabe de cierto si también con su sexualidad. Salai habría de sangrar a Da Vinci monetariamente y, aún así, compartió su vida con él durante 25 años. Muchas pistas sobre el arte debió de haber insinuado la presencia de Salai a Leonardo, como para que éste encarbonara su efigie en un dibujo prodigioso, así como para enmascarar con su rostro el de Lisa Gherardini, hasta fusionar de tal manera los dos rostros en el de la prisionera del tiempo, la llamada Mona Lisa.


Así fue el arte alguna vez: una conciencia cimentada con la savia del misterio. Hay data a la que nunca tendremos acceso, como nunca sabremos si tenía nombre el caballo al que Nietszche, entre sollozos, dirigió palabras de consuelo o perdón, en representación legionaria, por los latigazos que le propinó un cochero, y enseguida se derrumbó en su propia locura. La locura nace al hervor de lo cotidiano. “Volverse loco no sirve de nada”, dice un personaje creado por Carson McCullers.


Antes, el artista abría los ojos para abrazar la imagen y el sonido que la acompañaba, e incluso admitía la inexplicable presencia de la música en la así llamada realidad (la imagen también congrega música, solo que en formato de superficie siempre parece estar callada). Abría los ojos y tocaba a la puerta de un camino. ¿Qué otro había de ser sino el camino hacia la carne pletórica de revelaciones o a la puerta que conduce a una hipotética aceptación y, acto seguido, abolición del pensamiento?


La conciencia de la carne era fundamental en la vida de un artista (y del correspondiente pago de impuestos existenciales que ello le originaba). “No se puede escribir un poema sin un cuerpo”, me dijo Alfred Corn, un poeta con grandes sustratos del pasado aún muy encendidos. Mucho menos aún se puede traer a las superficies alguna imagen si no se está en posesión del cuerpo propio, aunque la mente mientras tanto se halle en fuga temporal.


Fue muy humano el pintor Francis Bacon al capturar sobre lienzos varias imágenes de su amante George Dyer siendo devorado por sus propios nervios, por el desarreglo de los sentidos que no lo condujeron a nada más que a poner punto final a su existencia. Es que Dyer no era artista, no sabía cómo estar en la vida y en la muerte simultáneamente, y, pese a ello, ejercer un sentido de libertad. O quizá solo era que no podía con lo asombroso de la realidad: su propia carne escindida de su pensamiento. Francis Bacon, en cambio, sí sabía lo que era tener conciencia de la carne y su detritus. Cuando vio a un perro defecar dijo: "La vida es eso, un pedazo de mierda", o dijo que había pensado eso.


Quien sí ejerció, a golpe veloz y con toda su carne, su plena necesidad de libertad, y a muy temprana hora de su historia, fue Egon Schiele. “El arte no puede ser moderno; el arte es eterno”, escribió en una acuarela que pintó en una celda, en 1912. La obra aloja la imagen de dos sillas. Si Schiele conoció la prisión fue porque se le acusaba de secuestrar a una niña. Su condena, a final de cuentas, fue por realizar dibujos obscenos. Y vaya que la obscenidad tuvo sus asomos en las obras de Schiele, aunque fue el arte, el de su tiempo, lo que impidió a lo obsceno entrar por completo a la escena de sus cuadros. Schiele nunca dejó de pintar sus cuerpos, claramente hambrientos de mostrar sus carnes, las interiores, e incluso las no tocadas ni por la enfermedad ni la miseria. “Un capítulo especialmente escabroso de mi ropero era la ropa interior”, le confió a su amigo y promotor Arthur Roessler, al aludir su situación material a los 16 años. Una frase propia de un poeta precoz en la procuración de enigmas para sus futuros biógrafos.


Oskar Kokoschka lamentaba que a Hitler se le hubiese suspendido el examen de ingreso a la academia de Artes. “Habría ahorrado al mundo muchas calamidades”. Hitler se empeñó en pintar, a pesar de su incapacidad; con ello, quería aprender y ganarse la vida. No se le abrieron las compuertas para poner solo en lienzos al monstruo que habita y crece en alguna parte del sistema nervioso de todo ser humano.


“El hombre es aquel que busca una imagen... una mirada deseante que busca otra imagen en todo lo que ve”, escribió Pascal Quignard.



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IM/CR

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