Columnas
El telón de fondo que cubre Roma de Alfonso Cuarón es el jueves de Corpus de 1971. Aquella tarde, un grupo paramilitar arremetió contra los contingentes que marchaban en apoyo de los estudiantes de Nuevo León, quienes habían logrado la renuncia del gobernador Eduardo Elizondo y detenido los cambios a la Ley Orgánica de la Universidad estatal.
Los Halcones habían sido entrenados en el Departamento del Distrito Federal. De acuerdo con el testimonio del entonces regente de la capital, Alfonso Martínez Domínguez, el operativo estuvo en manos de un oscuro subsecretario de Gobernación que en las siguientes décadas escalaría en posiciones: Fernando Gutiérrez Barrios.
Martínez Domínguez fue acusado de ese episodio incierto, en el que hubo muertos y a algunos heridos inclusive los sacaron a golpes del Hospital Rubén Leñero.
Por eso, le confesó a un dirigente de la izquierda, el ingeniero Heberto Castillo, lo que había ocurrido y los resortes que se activaron para que el 10 de junio se quedara tatuado en la memoria.
Castillo escribiría, años después, lo conversado y se publicó en Si te agarran te van a matar, un ejercicio de memoria del fundador del PMT, que traza momentos delicados de la vida del país y adelanta una mirada sobre las entrañas mismas del sistema político y los riesgos que se corrían desde la oposición.
Martínez Domínguez afirmaría: “La matanza (…) fue preparada por Luis Echeverría, para matar dos pájaros de un tiro: Escarmiento a quienes, decía él, querían provocar a su gobierno al inicio de su mandato, y se deshizo de mí. Yo tenía pasado y fuerza política. Le hacía sombra”.
Echeverría solía jugar en varias bandas y vendía narrativas diversas. Una de ellas era la de la apertura democrática, pero detrás de sus “ojos de víbora”, se escondía un político rencoroso y capaz de derribar obstáculos para cumplir sus objetivos y caprichos.
Mientras se desarrollaba la manifestación, el presidente Echeverría comía con el gobernador del Estado de México, Carlos Hank, el secretario de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa, y el propio Martínez Domínguez.
Nerviosos, escuchaban al primer mandatario ordenar por teléfono: “Quemen a los muertos. Que nada quede. No permitan fotografías”.
Eran espectadores de privilegio de un momento dantesco y todos sabían que en esas horas cruciales se estaban jugando su futuro político y quizá, si las circunstancias lo imponían, algo más.
Los paganos resultaron Martínez Domínguez y el jefe de la Policía, Rogelio Flores Curiel. Ambos renunciaron.
“Junte a su familia y dígale que está usted sirviendo al presidente de la República”, le diría Echeverría. Ya nada contestó el hasta ese momento jefe del Departamento del DF, porque “Me hervía la sangre. Me había tratado como un trapo sucio”.