Columnas
Yucatán es otro país. Lo sabía muy bien Carlota Amalia, emperatriz mexicana, quien quiso implantar un virreinato en la capital de la Península, la noble y leal ciudad de Mérida. Carlota visitó la región un otoño de 1865. Se había pensado haría el viaje con el emperador Fernando Maximiliano, pero éste decidió que no convenía alejarse de la capital. Era inaplazable arraigar la monarquía en el país. Perdido en algún rincón del norte, o quizá del otro lado de la frontera, a Juárez no le quedaba más que confiar en el auxilio diplomático y militar de Estados Unidos.
Pero volvamos a la emperatriz, quien viajó en barco desde el puerto de Veracruz. Para llegar a Mérida, desembarcó en Sisal. Como relata en su correspondencia privada, al bajar a tierra firme, caminó sobre una alfombra de conchitas blancas que tejieron los oriundos para llevarla a la casa que tenían preparada para su descanso. En ese periplo, también visitó una hacienda de la familia Peón y se bañó en un cenote, escandalizando a las damas que le hacían compañía.
Mérida le fascinó por su aire del Viejo mundo. Ella reparó en la apariencia de la Catedral, medieval y plateresca en concordancia con el gusto de los conquistadores extremeños. Hernán Lara Zavala hace eco de esta impresión en “Península, Península”. Carlota se percató de su aire morisco que la emparenta con ciudades del sur de Europa, como Málaga y Ragusa, que tienen edificios de cantera y jardines enrejados con adelfas y naranjos. La emperatriz elogió la eterna primavera y las noches meridanas, “una verdadera fiesta veneciana”, con linternas de papel multicolor y guirnaldas.
Por el contrario, a la emperatriz no le gustó Uxmal. El arte de los mayas le pareció “sombrío y siniestro” y lo juzgó duramente como lejano de los refinamientos de Egipto y Asiria. Sin embargo, sorprende que se refiriera a la pirámide principal del sitio arqueológico –la casa del Adivino– como “teocalli” –templo en náhuatl–, con mayor precisión que la mayoría de los turistas de aquella época y de la nuestra.
Doscientos años más tarde después dicen que llegará la justicia a la Península. Un tren que traerá modernidad a esta tierra que antes conoció el progreso con el henequén. Pero habría que recordar también que ese auge trajo tanto belleza como tragedia. El testimonio duradero de esa primera opulencia de la Península –efímera, por cierto- son las espléndidas haciendas y las casonas con mansardas del paseo de Montejo que, como dijo algún escritor en alguna parte, soñaban con nieve a pesar de encontrarse en el trópico. Hoy la única nieve que cae en Mérida es la de coco, que sirven diario en vasos de cristal en la Sorbetería Colón.