Hace treinta años, en 1989, Augusto Roa Bastos ganó el Premio Cervantes de Literatura. En ese momento, el escritor paraguayo afirmó que escribía, entre otras muchas cosas, porque creía firmemente que “la literatura es un excelente disfraz para encubrirse el rostro”.
Para Roa, que era un asaz lector de
La Biblia, la literatura era una máscara. En términos narrativos, adoraba la multiplicidad que podía conferir un embozo. Una y otra vez, dijo sentir una irrefrenable fascinación por las distintas fisionomías que pueden conformar a un hombre. Y justo por eso repudiaba con toda su alma a los personajes unívocos: “Me dan asco”, dice en la Vigilia del Almirante.
En uno de sus cuentos más fascinantes, Encuentro con el traidor, el autor nos
reveló todo el repudio que experimenta frente a los hombres típicos: “Hay una determinada clase de hombres que tienen muchas caras, caras por todos lados, adelante y atrás, caras de una inalterable identidad hasta en la más mínima mueca, hombres que son inconfundibles por más que hagan para pasar inadvertidos”.
Y es que, en ese momento, él quería,
como muchos de sus personajes, pasar inadvertido. El paraguayo era un hombre reservado, casi tirando a huraño. Y, como todo arisco, decía recelar de la palabra. En varias oportunidades, la señaló como una de las más grandes calamidades de la humanidad. En Contar un cuento, a través de un personaje gordinflón el autor habla sobre su predilección por el silencio y su irreprimible aberración por la palabrerí.
Y no es la única vez que la increpa.
Prácticamente toda su obra está sembrada de expresiones donde decía “odiar”, cuando no “abominar”, a la palabra. Lo curioso es que jamás dejó de escribir a borbotones.
En Hijo de Hombre, donde aparece
un Cristo que “habla por su boca de madera”, comparece un personaje tímido, balbuciente, a quien hasta “los suspiros le rompen la garganta”. Unade las principales características de este personaje es que “se agazapa todo el tiempo en un mutismo huraño” porque considera que “sus silencios hablan tanto como sus palabras”. Pero Roa no es nada original en este punto. Aquí únicamente se dedicó a seguir lo propuesto por Séneca —“lo que has de decir, antes de decirlo a otro, dítelo a ti mismo”—, un autor a quien, junto con Dante, Cervantes y Goethe, Roa aseguraba admirar y “leer con enorme fruición”.
A pesar de la supuesta animadversión que decía sentir por la palabra, la
obra de Roa Bastos no sólo es abundante, sino que despliega un barroquismo incontinente. Aparte de sus dos volúmenes de cuentos El baldío y El trueno entre las hojas, en su biografía no consta ni una sola novela breve. Y Yo el supremo es, con mucho, la más copiosa y la más arriesgada.
Desde que su aparición, en 1974,
muchos quisieron ver en este libro un trabajo de acusados tintes históricos y políticos. Y lo es, sin duda. Pero Roa Bastos tiempo después declaró que se oponía a que su trabajo fuera encorsetado en “la narrativa que aborda el caudillismo”.
A Roa le interesaba quebrantar los
viejos esquemas narrativos. Mucho le debe Palinuro de México a la osada factura verbal y lingüística que, con antelación, practicó el paraguayo. Casi podríamos decir que El Supremo es apenas un pretexto para que el escritor nos convide un festín de prosa lírica. Lirismo narrativo, por un lado, y por otro: visceralidad.
Es como si su pluma no estuviera cargada con tinta sino con brazas.
Aquella narrativa latinoamericana está encabezada por José María Arguedas, Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti y, claro, Roa Bastos. Todos autores que escriben con las entrañas, con las vísceras: “Escritores de las tripas comunicantes”, los llamó el crítico y poeta Rubén Bareiro Saguier.
Pero no nos engañemos: Roa Bastos,
además de ironizar y mostrar un frenético despliegue de equilibrismo verbal, también quería acusar a las dictaduras.
En la página 85, en la Circular perpetua que hace girar El Supremo, podemos leer: “el pantragruélico imperio
de voracidad insaciable sueña con tragarse al Paraguay igual que un manos cordero. Se tragará un día al Continente entero si se lo descuida”. Prácticamente, toda su obra está sembrada de frases críticas y satíricas en contra de la opresión y los absolutismos.
Los comentaristas de la obra de
Roa no se equivocan cuando subrayan la importancia historiográfica de tres de sus novelas: Hijo de hombre,
Yo el Supremo y El fiscal. La tienen. Y mucha. Y el paraguayo lo sabía. Tanto que, en 1990, en el discurso del Premio Cervantes, reconoce que su literatura está preocupada por que exista solidaridad y equilibrio “en nuestra América” y celebra “el derrocamiento… de la más larga y oprobiosa dictadura que registra la cronología de los regímenes de fuerza en suelo suramericano”. Se refería, por supuesto, a la reciente caída del nocivo Alfredo Stroessner, quien ejerció una dictadura de 35 años en Paraguay.
Tres años después de recibir el premio, Roa insistía en que
no lo metieran en el mismo saco que a Sarmiento ni Carpentier.
¿Qué le ocurrió a Roa? ¿Por qué se
negaba a figurar como uno de los precursores del género? Quizá no deseaba terminar sus últimos años como un escritor al margen, herido y vociferante. Y tal vez por eso recibió de muy buena gana todos los premios y honores que le dispensaron alrededor del mundo. En 2003, por ejemplo, Roa aceptó en Cuba de manos del mismísimo Fidel Castro la Medalla José Martí. El desengaño de quienes, hasta ése momento, lo habían admirado fue enorme. Roa no sólo aceptó la distinción, sino que, en un arrebato de absoluta incongruencia resaltó la “dimensión histórica”.
Roa realizó declaraciones penosísimas: “El deber de todo ciudadano
honrado del mundo es estar al lado de la revolución cubana”, afirmó. Y no sólo fue esto. A los dirigentes cubanos también los encomió: “son lo que nos hace falta en América Latina”. Y de Castro, con un desparpajo que rozaba el desequilibrio, dijo: “es un ejemplo de coherencia revolucionaria”.
Pero no era muy difícil entenderlo:
Roa, enfermo del corazón, necesitaba un tratamiento médico que Castro le ofreció. Así de simples, así de anodinas, habían sido sus razones. Lo cierto es que atrás quedó el brioso escritor que, debido a la censura ideológica y a la persecución política en su país, se había exiliado en 1947 por causa de las dictaduras militares de Higinio Morínigo (1940-48) y Alfredo Stroessner (1954-89). Y el estigma, y acaso también la afrenta, no lo abandonarían hasta el día de su muerte.