En la segunda mitad del siglo XIX, luego de descubrir en la necrópolis libanesa de Sidón un sarcófago helenístico con bellísimos altorrelieves inspirados en Alejandro Magno, Osman Hamdi Bey, un pintor y anticuario turco, creyó haber resuelto el enigma sobre el sepulcro del conquistador macedonio. Al final, como cabía esperar, el féretro pertenecía realmente a Abdalónimo, un jardinero reconvertido en el nuevo rey de los fenicios por capricho de Alejandro y Hefestión. Eso explica, según parece, que decidiera rendirle homenaje en la posvida enalteciendo la victoria ante los persas en la batalla de Issos y su destreza como cazador.
Con el permiso de la puerta de Istar de Babilonia —menos evocadora que la del Pérgamo berlinés—, la obra realizada con mármol pentélico, de casi dos metros y veinte centímetros de ancho y un metro noventa de alto, es, a día de hoy, la pieza más valiosa del Museo Arqueológico de Estambul. La institución, dicho sea de paso, no ha hecho demasiado de cara a potenciales visitantes, especialmente extranjeros, por evitar vincular —directamente— el sarcófago con la leyenda del Alexandros. Luego, para esas extrañísimas especies humanas que se detienen aún a leer las descripciones de las piezas arqueológicas, las cosas pueden quedar más o menos claras. O no. Todo depende.
Pero si hablamos de lucrar con la figura del venerado semidiós habrá que hacer escala en los Balcanes. Tras el acuerdo de Prespa con el gobierno griego, después de 27 años de conflictos diplomáticos, Macedonia pasó a llamarse oficialmente Macedonia del Norte, toda una afrenta para los habitantes de la Grecia septentrional, específicamente de Pella, la antigua Macedonia griega y cuna del conquistador más fascinante de todos los tiempos. Todavía recuerdo, camino a los monasterios empotrados en los pináculos verticales de Meteora, la voz afligida de Magdalena, una guía turística que parecía conocer cada secreto de la época clásica, diciéndome que le dolía mucho lo que estaba pasando con Pella. Toda mi familia viene de ahí, me confesó. Luego, sacó un pañuelo de su bolso. No había llorado aún, pero el drama era inminente. Y entonces, solo entonces, dejé de hacer preguntas.