El deber de un buen gobernante, es la comunidad de ciudadanos, toda, cuando se inclina por una porción del todo, provoca una facción, es decir, convirtiéndose en un ente faccioso. El tema de la facción es uno de los principios más estudiados del pensamiento griego, en donde autores como Platón o Aristóteles —sobre todo este último— nos recuerdan las consecuencias del fraccionamiento, retomando el término griego de stasis o lucha de facciones.
La stasis tiene un claro indicador: el uso del lenguaje por parte del gobernante, en donde a través de violentas oposiciones provoca el enfrentamiento encarnizado entre los diversos sectores, con la intención de autoproclamarse el indiscutible líder y salvador. Es tal el uso del lenguaje que la difamación, la burla, la calumnia y cualquier ofensa lanzada a la supuesta contraparte, cobra el sentido reivindicatorio hacia los agraviados —ficticios o reales—. Tradicionalmente, la violencia es promovida a través de resucitar viejos rencores, llámese por una cuestión religiosa, política y quizás la más violenta de ellas es la económica.
El discurso de odio del sumoprotector resucita el enfrentamiento de los sectores nutriéndolo con adjetivos. La supuesta igualdad promovida no ha dejado de ser estudiada por autores de la talla de Maquiavelo, cuando en El Príncipe asume la imposibilidad del igualitarismo por lo menos planteado en los principios idealizantes y demagógicos del líder del pueblo (demagogo). El problema de los recursos es que, para desgracia de todos, éstos tienden a ser limitados y la escasez depende de las condiciones socioeconómicas de cada sociedad donde se promete esto. Maquiavelo, con su tacitiana crudeza, nos recuerda que para subsanar la imposibilidad de la promesa al bien amado pueblo, el demagogo recurre a una artimaña que sí está en sus manos: la venganza.
Como no puede repartir lo que dijo, puede, efectivamente, movilizar los recursos coaccionadores a su alcance, y si no logra su fórmula reivindicatoria, al menos se podrá autolegitimar recurriendo al terror sobre la contraparte normalmente infamada de todas las maneras posibles. Lo que un día comenzó con calificativos inicuos, se desarrolla hasta la confiscación, la perdida de derecho políticos o bien, el exterminio. Todo sea con tal de mantener la lealtad de las bases encantadas con la “valentía” de su amo.
El demagogo llega a la kathársis de su violencia, cuando la desesperación de mantener lealtades y evitar el desencanto lo hacen cruel maquillándolo de “justicia”. La stasis muestra su momento repulsivo a la manera de lo que Grecia vivió en las purgas de la etapa antigua entre los siglos VII y V a. C. La tragedia sería recordada siempre. No olvidemos jamás el devenir de los pueblos y sus consecuencias, quizá sea la única forma de vacunarnos de stasis y demagogos.