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Tiempo de canallas

Tiempo de canallas

Columnas martes 16 de abril de 2019 -

Cada cierto tiempo alguien que ocupa del poder, ante la crítica pública, tan necesaria en democracia, dice que son canallas quienes le cuestionan. El que ejerce el poder siempre dice actuar en beneficio del pueblo y que la "canalla mediática", como le llamaron en Venezuela, es injusta al criticarle.

Si se revisa un poco de historia, en realidad, los regímenes que persiguen o castigan la crítica son los verdaderos canallas. El caso de la persecución del macartismo en los Estados Unidos de los años 50 lo evidencia.

La película de George Clooney, Good luck and Good night, es un vivo retrato de cómo se atacaba la libertad de expresión con el pretexto de perseguir la amenaza del comunismo. Tal estrategia fue posible no sólo porque desde el poder político se desatara aquella cacería de brujas, sino que logró dividendos gracias a los cómplices que operaban desde dentro del propio mundo artístico, periodístico e intelectual. Y esto no es un aspecto menor, como puede verse en un Tiempo de Canallas, como le bautizó Lillian Hellman, en su libro, a aquella época realmente detestable.

Garry Wills, en el prólogo del libro, ofrece una mirada panorámica sobre las implicaciones político-institucionales de la cacería de brujas, que desató en su obsesión anticomunista el senador McCarthy; Hellman, por su parte, brinda el crudo testimonio de una de las víctimas de aquella persecución contra intelectuales, periodistas y gente de la farándula de Hollywood.

La escritora fue llamada a declarar, y aunque se enfrentó valientemente a los legisladores, igual terminó estigmatizada en aquellas sesiones que tuvieron lugar en el Congreso de Estados Unidos en 1952, cuando el macartismo vivía su apogeo.

La dramaturga había estado de visita en Moscú, en aquel momento la Unión Soviética, y aunque luego escribió artículos críticos sobre ese sistema y mantuvo una clara independencia de criterios, terminó siendo llevada ante el Comité que encabezaba McCarthy.

Su citación se basó en el testimonio de un hombre que ella ni siquiera conocía, pero que la acusó de asistir y compartir en reuniones de una célula comunista. La suerte estaba echada en esos casos, la cacería de enemigos internos tomaba cualquier pretexto para llevar al banquillo de los acusados a directores de películas, actrices o actores, dramaturgos o novelistas. El miedo se reproducía a niveles abominables como para que floreciera el falso testimonio.

Cada quien intentaba salvar su pellejo.

La dramaturga, sin erigirse en heroína, se pasea en las páginas del libro sobre los dilemas que acompañaban a quien era señalado entonces: colaboraba para zafarse y terminaba hundiendo a otros, no hablaba y aparecía como culpable ante la opinión pública, o se negaba a asistir a las sesiones y lo esperaba la prisión.

La citación representaba una suerte de cuarentena, pues la mayoría de gente conocida —fue el caso de Hellman— terminaba dándole la espalda al señalado, y finalmente estigmatizado.


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