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Una vida entre páginas

Una vida entre páginas

Suplemento viernes 12 de abril de 2019 -

Cuentista, novelista, ensayista, cronista y traductor, Sergio Pitol desplegó una obra heterodoxa, inquisitiva y original con que alcanzó la gloria literaria. A un año de su partida, presentamos un perfil de sus plurales talentos creativos.

Alejandro Badillo

Hablar de la obra de Sergio Pitol (1933-2018) es introducirse a un mundo en que la literatura y la vida se confunden. No afirmo esto porque el autor use como materia prima los hechos concretos de su biografía sino porque sus lecturas marcaron la pauta para todas sus narraciones. Es cierto: la vida de Pitol fue definida por sus viajes y las largas estancias en países lejanos. Sin embargo, la migración del autor fue, también, a través de las páginas y de los descubrimientos literarios. Esta migración, silenciosa y solitaria, tuvo una fuerte presencia en sus primeras obras. No sólo estamos hablando de juegos intertextuales, homenajes o referencias puntuales. Para Pitol la literatura es una manera de pensar el mundo, de estar en él, y por eso cada frase de sus textos está impregnada del conocimiento y de la exploración que ofrecen los libros.

Los cuentos
“Victorio Ferri cuenta un cuento” es digno de un análisis minucioso por las múltiples relaciones que tiene con la vida de Pitol. En el texto aparece la enfermedad, el vínculo problemático con un padre autoritario, el aislamiento y la posibilidad que éste ofrece para recluirse en un mundo íntimo, gobernado por la ficción. Una de las frases iniciales del cuento, “sé que creen que estoy loco”, es una declaración de principios. En toda la historia el protagonista se esfuerza por convencerse de su versión de los hechos. A veces duda, pero siempre retoma el hilo de sus sospechas. El empecinamiento por narrar desde la ambigüedad es, de alguna forma, la vocación por una literatura que se sumerge en las posibilidades y no en las directrices claras. “Victorio Ferri cuenta un cuento” es además la reconstrucción del origen del autor: El Potrero —ranchería en la que vivió Pitol—, transformada en San Rafael, es un mundo primigenio, alejado de casi cualquier elemento moderno. Es en ese lugar donde la necesidad por contar es más acuciante. Victorio Ferri entiende que su único poder es la voz. En el mundo natural, la ficción es un elemento clave para interpretar la realidad. Victorio Ferri, como Funes —el personaje memorioso de Borges—, sólo puede registrar los elementos más inmediatos que lo rodean y tratar de vincularlos con su inmovilidad. Por si fuera poco, este cuento es la puerta de entrada al mundo de los Ferri, referencia ineludible a las colonias de italianos que llegaron a México, una estirpe a la que perteneció Pitol, rememorada con mucha nostalgia a lo largo del libro. Los Ferri y los avatares de su genealogía se exploran en casi todos los cuentos. Gracias a que cada texto funciona como una puerta de entrada a otro, Infierno de todos asume el género del cuento como un suceso en expansión. La anécdota es, en realidad, el punto de vista del personaje que rememora. Importa más la acumulación de los hechos que un solo hecho definitivo. Por eso las historias se expanden y, en algunos casos, abarcan grandes periodos.

En el relato “Cuerpo presente”, tenemos la anécdota del viaje y la larga estadía en un lugar extranjero, dos circunstancias que marcarían la vida de Pitol. Un hombre, Daniel Guarneros, bebe sin lograr emborracharse, comienza una excursión a su pasado y a los azares que lo llevaron a Italia. “En alguna parte dentro de nosotros todo, siempre, es aquí y ahora”, cree escuchar y, utilizando esa frase como una especie de llave mágica, el narrador emprende un avance y retroceso por distintas experiencias, sin más guía que la anarquía de los recuerdos que parecen aglomerarse en la mente medio embotada por el alcohol. Aquí, más allá de los detalles o las descripciones prolijas del cuento, conviene detenerse para reflexionar sobre las motivaciones profundas del autor: el protagonista, Daniel Guarneros, usa el alejamiento espacial no para contar, con vocación de guía turística, el detalle exótico o la aportación erudita del lugar al que llega. Al contrario, en “Cuerpo presente” el decorado extranjero sirve como una superficie para narrar el pasado íntimo. El personaje busca el exilio para acercarse al territorio original y también para extraviarse. Si los viajes en el pasado tenían como objetivo el encuentro con lo novedoso y lo extraño, en estos cuentos, la llegada a un lugar extranjero es la oportunidad para revisitar el paraíso perdido, recorrer las calles de alguna ciudad turística para —como el flâneur de Baudelaire— sumergirse en la multitud conservando, en todo momento, su individualidad. Esta característica permite, entre otras cosas, purgar las tribulaciones de la memoria. Pitol, a través de sus cuentos, refleja las preguntas que surgen con la distancia temporal, hondas interrogantes que él mismo se hizo en sus estancias lejos de México.

Las novelas

En las novelas de Sergio Pitol hay un motivo que aparece apenas bosquejado en el resto de su narrativa: el humor. También, como es natural, la vida de personajes que deambulan en el exilio y la visión de México. En El tañido de una flauta, por ejemplo, tenemos a dos personajes que de alguna forma ejemplifican a los bon vivant. Pitol —y esto se evidencia en sus textos biográficos— vivió muchas veces al margen de los cocteles y las grandes recepciones de la diplomacia. Esa distancia que tomó con la élite cultural y política que representaba a México en el exterior fue lo que le permitió acercarse a un tono paródico, un recurso que usa —en distintos niveles— en sus obras de largo aliento. Pitol critica la superficialidad del arte y sus mercenarios. Además, en El tañido de una flauta encontramos una visión distorsionada pero sutil de la forma: el recurso indirecto, la imposibilidad de tener una versión absoluta de los hechos.

En otra novela fundamental de Pitol, Juegos florales, el entrelazamiento de vida y obra se lleva a terrenos más claros y, no por ello, menos interesantes. En esta narración publicada en 1985 se emplea a cabalidad un elemento clave del temperamento posmoderno: el escritor en lucha con una obra en apariencia imposible. La historia es acometida como un ente colectivo y, por eso mismo, ambiguo, poco fiable. Las dudas de Pitol como escritor, evidenciadas constantemente en diarios, cartas y ensayos, son materia prima de esta novela. Por supuesto, en Juegos florales tenemos el recurso intertextual que además parece imitar la estructura de una matrioshka: un marco general contiene réplicas más pequeñas en su interior. En esta novela, un escritor frustrado escribe o se propone escribir la historia de Raúl y Billie, dos escritores que, a su vez, luchan con sus limitantes al momento de emprender la escritura. “Alguien que escribe a alguien que escribe” hace que la trama convencional, aquella que se concentra en una anécdota o una serie de aventuras perfectamente discernibles, sea desplazada por el proceso de escritura como fundamento de todo. Así, casi sin darnos cuenta, somos testigos de Sergio Pitol escribiendo, en algún lugar lejos de México, escondido tras las líneas de un párrafo.

La memoria y la crónica

Sergio Pitol entendió la ahora llamada “autoficción” no como un espacio en el que la exhibición es la única posibilidad. El mago de Viena, El arte de la fuga, El viaje, entre otros títulos, fueron —más que memorias puntuales, textos en los que muchas veces se cuela lo intrascendente— un auténtico diario de viaje con varias etapas. En la actualidad se ha explotado la no ficción como una nueva forma de vender literatura: el escritor muestra, sin tapujos, la bitácora de su vida. Sin embargo, muchas veces, olvida que la literatura es un código que se alimenta del artificio. Por esta razón, los experimentos que no echan mano de la inventiva, que no piensan en el lector, están condenados al olvido. Pitol, en su viaje a la memoria, comprende que la experiencia vital tiene que pasar por el tamiz que se utiliza para un cuento o una novela. De esta manera, él se convierte en personaje de sus historias, una especie de guía que nos conduce por sus innumerables viajes. En algunos capítulos vemos deambular a Carlos Monsiváis y otros coetáneos, pero también hay espacio para lo fragmentario: en El arte de la fuga encontramos anotaciones de lecturas pasadas y presentes; autores y proyectos por venir. En algunos momentos escuchamos la voz mesurada del ensayista y en otros la indecisión de quien está empezando una novela. Alrededor de todo eso gravitan varios elementos que fueron importantes para Pitol: el escenario siempre presente de su infancia y la añoranza de México; también la relación fraterna con el editor Jorge Herralde y la editorial Anagrama que empezaba a cobrar importancia para los lectores españoles y latinoamericanos. El autor mexicano, quizás sin proponérselo, añade un nuevo eslabón a la larga historia de contactos culturales —particularmente literarios— entre México y Barcelona. La crónica de esos días es un retrato de tal relación en la segunda mitad del siglo XX, una relación fundamental para la historia de la literatura mexicana.

En el ejercicio que hace Pitol a través de la memoria hay un actor trascendente: el azar. Esta intención aparece, sobre todo, en el andamiaje de sus libros biográficos y de crónicas. Un género se entrelaza a otro; el orden se corrompe y se altera. La invitación es clara: leer sin tener en el horizonte un límite claro. El lector abre cualquier página al azar y encuentra, casi siempre, una toma de posición ante el mundo y la literatura. En El mago de Viena, en la página 123, encontramos uno de los temas favoritos de Pitol: los excéntricos o extraños. Esta fascinación la comparte, de muchos modos, con la generación de Medio Siglo. Si la narrativa, en las primeras décadas del siglo XX, se había constreñido a un realismo sin ambages, conforme avanzan las décadas hay un interés por romper la forma, por provocar. Pitol se siente hermanado por aquellos autores marginales y su rompimiento con el canon. Laurence Sterne, Carlo Emilio Gadda, Bruno Schulz, Flann O’Brien, entre muchos otros, nadan a contracorriente y, de alguna manera, legitiman las búsquedas de Pitol en sus textos. A veces se puede rastrear esa influencia en el paraje exótico de un relato o en el ambiente socarrón de una novela.

Las traducciones y las colecciones

Un escritor es definido por sus lecturas. El acto de escribir es, por así decirlo, un proceso colaborativo: se escribe siempre acompañado por la tradición, las brechas que han abierto otros; pero también se crea a través de los descubrimientos que se hacen en el camino. De esta forma, la literatura está en una constante renovación, en un diálogo fecundo. Sergio Pitol hizo, de este ejercicio, un acto público y paralelo en importancia a sus otros intereses creativos. A través de sus innumerables traducciones contribuyó, desde la lejanía, a abrir la perspectiva de lo que se producía en otros países. México, en particular, había imitado las corrientes producidas en España y en Francia. Después, con la llegada del siglo XX, se tomó como modelo la literatura estadunidense y el llamado “nuevo periodismo”. Pitol, como algunos compañeros de generación —García Ponce, Salvador Elizondo— expandió los límites de sus intereses no sólo explorando otras literaturas sino dialogando con la música, el cine y las artes visuales.

La Biblioteca del Universitario, colección publicada por la editorial de la Universidad Veracruzana, es una de las obras capitales de Pitol. La idea, muy borgeana, es concebir a la biblioteca como un ente en expansión. De esta forma la conversación nunca termina. Un autor no sólo es lo que escribe sino el mundo que lo rodea. Más allá del fetichismo, las colecciones de los escritores sirven para transparentar obsesiones y certificar influencias. También, por supuesto, se añade a esa gran obra las traducciones, prólogos y revisiones encargadas al autor, para tener el cuadro completo y comprender su influencia en la difusión de autores desconocidos en México. Destacan, sobre todo, las pertenecientes a Europa del Este. La época en que Pitol recorrió el mundo pertenecía a un mundo poco conectado y dominado por la literatura que dictaba el canon. Los principales centros culturales de Europa eran una referencia ineludible para cualquier biblioteca personal. Los demás países europeos, aquellos que, por ejemplo, pertenecían al área de influencia de la Unión Soviética, permanecían en la bruma. Pitol tuvo la suficiente curiosidad para internarse en una literatura muy rica en la que dialogaban los experimentos estilísticos de Witold Gombrowicz, el humor de Jaroslav Hašek o el trasfondo alegórico de Marcel Schwob y Jerzy Andrzejewski. La lista es muy larga, por supuesto. Cuando alguien lee cada uno de los libros que conforman la colección de Pitol, tiene la feliz sensación de que el único método de selección es la anarquía: no hay más brújula que la voluntad por encontrar algo insospechado y valioso.

Cuando ocurre la afortunada coincidencia de que el autor es un lector potente, ambicioso y sin prejuicios, tenemos a autores que interactúan a través de la traducción y del interés genuino por compartir sus conocimientos. En gran parte del siglo XX la labor del traductor fue vista como un oficio casi mecánico, un trabajo hecho en las sombras. Ahora se asume la traducción como una conversación expandida, un acto creativo que tiene la impronta de aquel que vierte en su lengua materna la poética de una lengua extraña. También es clara la influencia de ese diálogo en la obra de Pitol: el humor de novelas como La vida conyugal, Domar a la divina garza o El desfile del amor está nutrido por el tono carnavalesco de muchas lecturas importantes para él. Pensemos, por ejemplo, en la obra de Ronald Firbank —un autor al que prologó y tradujo— o escritores cuyo tono humorístico es más sombrío, como Samuel Beckett. Cada traducción es un homenaje que, de vez en cuando, echa raíces en una narración nueva. Ahora nos toca, como lectores de Pitol, extender esa genealogía y heredarla a los que vienen atrás.

Epílogo

No deja de ser inquietante encontrar vasos comunicantes entre los últimos años de vida de Sergio Pitol y sus alegorías con la creación literaria. Afectado por la afasia progresiva no fluente, un subtipo de demencia que afecta progresivamente el lenguaje, Pitol se retiró lentamente de la vida pública. La incapacidad de expresarse a través del discurso oral marcó el último viaje del escritor. El silencio que lo rodeó, desde entonces, lo regresó al punto de inicio: un niño o un adolescente viviendo en un entorno extraño. Su mutismo es sólo una apariencia porque, en realidad, en los recovecos de su mente, sigue imaginando. La enfermedad desbarató las palabras y le impidió articularlas. Quiero creer que, desde ese espacio aparentemente limitado, Pitol tuvo suficiente tiempo —como aquel personaje de Borges que puede continuar “escribiendo” en su mente, pues está atrapado en un mundo inmóvil— para añadir más capítulos a su obra.

SERGIO PITOL EN NÚMEROS:

8 libros de cuentos
5 novelas
7 libros de ensayos
6 libros de memorias
37 libros traducidos al español
5 lenguas distintas (chino, inglés, húngaro, italiano, polaco y ruso) desde las que tradujo
18 premios y distinciones nacionales e internacionales mereció por su obra

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