Columnas
Escribiendo ayer sobre el Festival Diwali y el misticismo de la India y la religión hinduista, me trasladé en los recuerdos a mi viaje por ese inmenso país.
Hace cuatro años, Ulises y yo salimos a recorrer una nación de más de un billón de habitantes y a más de 14 mil kilómetros vía aérea. Un viaje transatlántico que partió de la Ciudad de México, haciendo escala en Nueva York para llegar al Aeropuerto Internacional de Moscú-Sheremétievo, esperar 12 horas viendo a través del cristal cómo caía la nieve y finalmente aterrizar en el Aeropuerto Internacional Indira Gandhi, en Delhi.
Un día entero para cruzar el mundo, cargando una maleta con tres cámaras, flash, lente angular, telefoto y la MacBook Pro en las espaldas. Para uno como fotógrafo, es imposible viajar ligero.
▶ La ruta marcaba el recorrido por nueve ciudades: Delhi, Fatehpur Sikri, Agra, Jaipur, Udaipur, Mombay, Goa, Calcuta y Varanassi.
Fue en Varanassi, la ciudad donde se encuentra la historia de la religión más antigua del mundo, un estilo de vida lleno de dioses y las creencias de la ética, la prosperidad, los deseos y pasiones, la liberación y salvación, y el ciclo de renacimiento.
Varanassi fue la última ciudad, era el fin del viaje por lo que ya teníamos el conocimiento de muchas tradiciones y celebraciones. Así como los significados de los puntitos de colores que las mujeres tenían en la frente o el cabello color naranja de los hombres, o el ritual de rapar a los bebés a partir de los dos años como símbolo de su primera independencia de su madre.
En fin, estábamos cargados de un montón de símbolos, de cansancio, de adrenalina por seguir descubriendo calles caóticas, llenas de gente, de bicis, motos, de taxis triciclos, de coches que no dejaban de usar el claxon, de las vacas que se interponían en el camino y que, al no haber manera de esquivarlas, había que cambiar la ruta.
En Varanassi el aire es muy pesado para respirar, es una ciudad pegada al Río Ganges que es utilizado para el aseo personal (baño, lavado de dientes, ropa) y también para dejar ir a los muertos.
Existen crematorios pegados a la orilla del Río que están activos de día y de noche, por lo que el aire siempre tiene una especie de polvo que no sabes si es tierra o ceniza de muchos cuerpos.
Una tarde salimos a recorrer los mercados, ya cansados y con el rostro cubierto con un paliacate, decidí salir a “apuntar” con el telefoto y hacer puros retratos.
Imaginen una calle pequeña, llena de cientos de personas. No puedes moverte tan fácilmente, a excepción que conozcas el ritmo de la ciudad. Es una especie de desorden ordenado.
A veces obtenía la mirada penetrante de quien se pregunta ¿por qué me fotografía? Y otras veces sonrisas al descubrirme apuntándoles con mi lente.
Esta niña, a quien fotografíe esa tarde, iba sobre una motocicleta en la parte de atrás. El tráfico de la zona estaba a mi favor, muchos rostros, muchas miradas, era un vaivén excesivo de colores y de un ruido extenuante, pero su moto se detuvo por un instante.
Su mirada me atrajo, la seguí sin ver el resultado en la pantalla. Soy de las que le gusta tomar todo en modo manual, y no me gusta ver si la tomé bien o mal en la pantalla, eso lo hago al final. A veces hay que confiar.
El poder de un retrato está en la mirada de quien fotografías. La mirada, como en la vida real, guarda muchos mensajes. Podrías hacer un retrato de alguien con la mirada hacia abajo, pero habría que complementar con la iluminación o un poco del contexto del lugar para que sea atractiva, de lo contrario, no la ves.
Como fotógrafos debemos esperar, ser pacientes, buscar la mirada.
Creo firmemente que el click no lo hace únicamente la cámara, también lo hacemos entre nuestras miradas. Ella me miró, y así ataviada con la ropa tradicional de una cultura en donde viste a la mujer para ocultar su silueta, sus brazos cruzados pacientes durante el tráfico se quedaron en mi registro visual, pero también de vida.