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El silencio que olvidamos

El silencio que olvidamos

Columnas miércoles 09 de enero de 2019 -

En 2015, Alianza Literaria publicó el texto del escritor alemán Peter Handke, Ensayo sobre el lugar silencioso, donde contó cómo a partir de sus años de adolescente buscó y encontró raros lugares silenciosos que intentó rescatar toda su vida.

Dos años después, el escritor y editor noruego Erling Kagge, conocido también como el primer explorador en conquistar el “desafío de los tres polos (Norte, Sur y cima del Everest)” escribió El silencio en la era del ruido. El placer de evadirse del mundo. (Taurus, Traducción de Carmen Montes Cano). Comparto aquí subrayados de su libro.

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Cuando no puedo caminar, escalar o navegar para alejarme del mundo, sé aislarme de él. Me llevó tiempo aprender. Sólo cuando me di cuenta de que tenía una necesidad inmensa de silencio fui capaz de ponerme a buscarlo: y allí, en lo más recóndito del estruendo del tráfico y la cacofonía de los pensamientos, la música y el sonido de las máquinas, los iPhone y los quitanieves, me esperaba agazapado. El silencio.

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De todos los lugares del mundo en los que he estado, la Antártida es el más silencioso. Fui en solitario al Polo Sur, y en la monotonía de aquel paisaje inmenso no había ningún sonido humano aparte de los que yo mismo producía. En medio del hielo, en lo más remoto de aquella nada ingente y blanca, lo único que podía oír y sentir era aquel silencio. Cuando recorres el continente más frío del mundo todo parece plano, y blanco hasta el horizonte, kilómetro tras kilómetro. Bajo tus pies hay treinta millones de metros cúbicos de hielo que aplastan la superficie de la tierra.

Después de mucho tiempo en la soledad más absoluta empecé a darme cuenta de que nada era completamente plano, pese a todo. El hielo y la nieve componían formaciones abstractas, pequeñas y no tan pequeñas. Aquella blancura uniforme iba dando paso a infinitos tonos de blanco. Aparecía en la nieve una pincelada de azul, algo de rojo, de verde e incluso de rosa. Sentía que la naturaleza iba cambiando a lo largo del camino, pero me equivocaba. El entorno seguía siendo el mismo, era yo el que estaba cambiando. El día vigésimo segundo escribí en el diario: “Cuando estoy en casa dispongo siempre de ‘grandes porciones’. Aquí aprendo a valorar pequeños placeres. Los tonos de color en la nieve. El viento que cesa. Formaciones de nubes. El silencio”.

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El silencio es más bien una idea. Un sentimiento. Una representación mental. El silencio que nos rodea puede albergar mucho, pero para mí es más interesante el silencio que llevo dentro. Un silencio que, en cierto modo, creo yo mismo. De ahí que ya no busque el silencio absoluto a mi alrededor. El silencio que busco es una vivencia personal. Le pregunté a un delantero de futbol por su experiencia de los sonidos que llegan al césped desde un estadio abarrotado cuando le da de lleno a la pelota y ésta sale zumbando hacia la portería. Un instante después de chutar no oye absolutamente nada, aunque el ruido en el campo es ensordecedor. Enseguida se le desata la alegría por dentro. Él es el primero en saber que va a ser un gol. Un instante después es como si todo continuara en silencio en el estadio. Los siguientes en comprender que el balón ha traspasado la línea de meta son sus compañeros de equipo, y entonces se da cuenta de que están gritando de alegría. Acto seguido lo comprenden tambien los hinchas, y en ese momento ruge ya el estadio entero. Todo eso dura un segundo o dos. Naturalmente, en el campo no ha parado de resonar el estruendo.

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El silencio es enriquecedor en sí mismo. Es una cualidad, algo exclusivo, un lujo. Una llave que puede abrirnos a muchas formas nuevas de pensar. No lo considero un sacrificio ni algo espiritual, sino un recurso práctico para vivir una vida más rica. O dicho más a la ligera: una forma de vivir experiencias más profundas que la de poner la tele y ver las noticias.

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No podemos esperar a que se haga el silencio. Ni en Nueva York ni en ninguna otra ciudad. Debemos crear nuestro propio silencio. En el extremo opuesto de Nueva York, en un lugar donde nunca brilla el sol, encontramos Steve y yo otro mundo. La estructura arquitectónica de túneles que hay bajo el suelo es un organismo vivo que refleja la vida que se desarrolla sobre el asfalto: los túneles se construyen, se prolongan, cambian de sentido; se levantan nuevos cimientos para otros edificios y se acoplan las tuberías antiguas a las nuevas, y así va cambiando la capa subterránea sin que nadie sea consciente de ello. Se trata de un mundo desconocido no sólo para los habitantes de la ciudad, sino también para Google Earth. Si hubieran girado Manhattan ciento ochenta grados poniéndola boca abajo, todo el mundo habría visto la isla como aquel territorio salvaje creado por la mano del hombre que nosotros estábamos cruzando. Un terreno creado exclusivamente según un criterio funcional, no estético, pero que, pese a todo, ostenta su propia belleza, una belleza negativa, en virtud de todo lo que no está presente allí. No hay aire fresco, los colores son variaciones del gris y el marrón, el silencio no existe y apenas vemos a un palmo delante de nuestras narices. Y en eso radica su belleza, aunque no siempre resulte fácil apreciarla.

Nueva York no duerme nunca, ya se sabe. La historia de la ciudad siempre ha estado relacionada con el hecho de ganar dinero, y eso produce ruido. […] Con la luz del sol aumentaban las posibilidades de que nos descubriera la policía. Es imposible conseguir permiso para hacer un viaje así, de modo que teníamos que bajar lo antes posible. Steve, que era el más experimentado, me recordó que el paso termina cuando ya no hay tráfico en el puente y, precisamente, se hace el silencio: significa que la policía ha cortado el paso y viene en nuestra busca.

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Todos somos parte de un continente, pero la riqueza potencial de ser una isla para nosotros mismos debemos llevarla siempre dentro.


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/CR

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