Columnas
Llegué a este barrio cuando la proporción entre casas de seguridad de secuestradores y lofts para hípsters sin presupuesto para vivir en la Roma era de 80-20 en favor de los primeros, hace cinco años.
▶ Había sólo un par de restaurantes no muy buenos, pero no muy caros con ganas de estar en Brooklyn; el expresso cortado más cercano estaba a kilómetro y medio; predominaban las misceláneas, las loncherías y las vulcanizadoras. Mis vecinos de enfrente, abogados con Audi capaces de cultivar sus propias yerbas aromáticas en el roof garden, celebraban al atardecer, con vinos de 400 pesos, el matrimonio igualitario en el patio común con suelo de madera. Pero vivíamos en un oasis.
En la esquina, noche con noche, un grupo de narcomenudistas bebía, vendía y escuchaba algún ritmo norteño especial mente desagradable a muy alto volumen. La casa de atrás, con ventanas pintadas, fue intervenida por la PGR: tráfico de personas con fines de explotación sexual, decía el sello en la puerta. Dos vecinos gordos se pelearon en la calle y uno sacó una escuadra; no disparó porque se interpuso la señora del chongo, que al parecer es su madrecita. La banda sonora, al margen de la música de los narcomenudistas, eran los ladridos de esos perros que pasan sus 16 años de vida encerrados en un patio.
Ese ecosistema se ha alterado. La proporción estará ahora en torno al 35-65 en favor de los hipsters. La lonchería se llenó de maderas que parecen recicladas y vende cosas con kale, quinoa y algo que llaman matcha que no me he atrevido a probar, a 70 pesos la taza. Por supuesto, dejan entrar perros que ladran todo el día y se te suben a las piernas mientras comes: “No hace nada”, te dice el humano responsable sin molestarse en quitártelo de encima. El vecino de al lado que no sé a qué se dedica dejó las drogas, adoptó un perrito que ladra todo el día y escucha unos cánticos tipo “alguien metió un sintetizador ochentero al ashram” que —supongo— en combinación con los ladridos del perrito, lo ayudan a meditar y mantenerse alejado de la coca, pero que a mí me impulsan a beber por desesperación. Todo mundo anda en bici, según los usos y costumbres: en sentido contrario o por las banquetas, embistiendo a los peatones con la mirada de suficiencia del que no usa combustibles fósiles, y arrastrando perritos que ladran todo el día.
A esto se le llama gentrificación, según me dice mi amigo José, un talentoso arquitecto que acto seguido me explica que el proceso no es exclusivo de México: en todas las grandes ciudades, de Madrid a Nueva York, las clases medias altas o altas bajas invaden gradualmente las colonias populares, limpian las banquetas, importan quinoa y kale y remodelan las casas viejas pero sobre todo compran departamentos nuevos cada vez más caros. Así cambian las urbes, me dice José: así se modernizan. Pura lógica de mercado: no hay reversa. Eso dice... Y se equivoca. Ya llegó la Cuarta Transformación. El capitalismo es reversible, y están aquí para demostrarlo los asesores de Podemos, Fernández Noroña que ya se candidateó para 2024 y por supuesto Claudia Sheinbaum, que así como va a acabar con el Gran Premio por fifí puede acabar con los edificios fifí, la quinoa fifí y los perritos fifí, espero que vía consultas. Volverán las vulcanizadoras, el narcomenudeo y los perritos de patio. Lo dijo una de las mentes más amoldables de la 4T: huele a democracia.