Columnas
En 1935 se publicó en París Prisons et paradis de la escritora francesa Colette (1873-1954). Casi treinta años después apareció en Barcelona la primera traducción al español en el segundo tomo de sus Obras Completas (Plaza y Janés, 1963). En 2008 la editorial Nortesur decidió rescatar el libro en una nueva versión al español hecha por la poeta, novelista y crítica literaria Julia Escobar. En Prisiones y paraísos Colette escribió parte de sus recuerdos y pasiones: retratos de personajes de la época, estampas sobre placeres etílicos y culinarios, recorridos por Argelia y Marruecos, y su amor por los animales.
“Son dos, hermanos. El guardián me ha dicho que tienen dos años. Dios me libre de enterarme de lo demás. No quiero saber si han nacido lejos, si la jaula oscura del buque los trajo ciegos y confiados, si mamaron de un pecho de caucho, lo justo para no morir. Parémonos aquí y consolémonos cruelmente con esto: están jugando. Sus juegos, viriles y mudos, imitan de cerca la batalla. Pelean como dos nubes enemigas y se derrumban como un montón de nieve. ¡Qué ropaje! Un prado no está más florido en mayo. Vuelo de negras corolas sobre un campo dorado, flores de cuatro, tres, dos pétalos, algunas de cinco...
Un camarada de mi vida nómada del music hall me enseño cómo imitar, sobre un terciopelo o sobre una piel, las manchas del leopardo: ‘Juntas los dedos, los mojas en tinta china y los plantas en la tela. En un sitio utilizas los cinco dedos, formando un rosetón, allá cuatro, acullá sólo dos, bien acoplados. Naturalmente, añadía, si no captas el sentido del leopardo sólo conseguirás estropear la tela’.
Están jugando. Cuando hay tregua, intercambian muecas leopardinas, las orejas hacia atrás, la frente arrugada, guiñando los ojos exageradamente. Ahuecan el cuello, respiran por las fosas nasales deglutiendo precipitadamente, hacen como que van a vomitar y se tienden por turno la pata delantera blanda y privada de la expresión, la mano titubeante del luchador que busca a su presa. Después, el abrazo es tan fuerte que a los dos jugadores se les escapa un suspiro quejumbroso. Uno de ellos cede traicioneramente y se cae de espaldas para arrastrar al hermano y estrecharlo mejor. Sus muslos abiertos dejan al descubierto el blanco vientre, el adorno de sus manchas en inmutable desorden, un sexo discreto, castamente envuelto en terciopelo raso y las patas en alto hacen que sus hermosos dedos armados se abran como una flor...
Su guardián, marcado por el Signo de la Bestia, los manipula como a dos cabritillos. El lenguaje ronco y ahogado se suaviza para él hasta el maullido; para él, los cuatro iris hendidos verticalmente se enriquecen con el oro de una luz cómplice y las dos cabezas se deslizan dócilmente bajo sus palmas. Envidié a aquel hombre que irrumpía como un igual en la jaula de las fieras y les cepillaba la melena.
–Si yo pudiera entrar detrás de usted y rascarles la cabeza como usted hace...
–Ellos conocen la mano, contestó el hombre, no es que sean malos, pero...
Tanto se lo rogué que me dejó entrar en la jaula de los leopardos. Absortos en su amado guardián, no me olieron inmediatamente y posé las palmas sobre una hermosa frente manchada... La adivinación, el gesto que la siguió fueron más rápidos que el pensamiento: una pata fulminante laceró mi vestido a la altura del pecho, alcanzó ligeramente mi carne, y el hombre me empujó fuera de la jaula. No hubo tumultos ni gritos guerreros. Los dos leopardos me miraban, mudos, y respiraban muy fuerte por las fosas nasales. Me amenazaban, me excluían. El hombre, preocupado, preguntó por mi arañazo y tironeaba, con fingida y napoleónica severidad, la oreja del leopardo culpable. Lo tranquilicé y me marché, sin que él se diera cuenta de que lo dejaba entre sus dos guardianes, débil y desnudo, prisionero de una alianza cuyos estatutos probablemente yo conocía mejor que él.”