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Mal empieza la semana para el que ahorcan en lunes

Mal empieza la semana para el que ahorcan en lunes

Columnas martes 06 de noviembre de 2018 -

El pecado favorito de los presidentes mexicanos es la soberbia, la investidura trae una muestra gratis no negociable. Siempre ha sido así. Y no fue muy diferente con la alternancia que comenzó en 2000, por más intentos realizados por encauzar el ejercicio del poder dentro de los límites de la ley y las instituciones.

Con algo de optimismo podemos decir que estamos lejos del faraonismo de López Portillo o la megalomanía de Salinas de Gortari; del atroz autoritarismo de Díaz Ordaz o Echeverría, de los caprichos de López Mateos, pero sin duda, la frase favorita de nuestros gobernantes es: “lo hago porque quiero y porque puedo” — como lo hizo Peña Nieto cuando compró su seguro de vida… perdón, nombró a Medina Mora, ministro de la SCJN, nomás por si algo se ofrecía.

La soberbia presidencial nos ha pasado no pocas facturas, sobre todo cuando nuestros mandatarios toman decisiones a la “viva México”, “al chilazo”, al “chingue su madre”, sin tomarse un minuto para escuchar, analizar y reflexionar. Y a pesar de las consecuencias, siempre impera el circo, maroma y teatro para justificar que fueron buenas decisiones.

En 1861, el país estaba en quiebra y al grito de “debo no niego, pago no tengo”, Juárez decretó la suspensión del pago de la deuda por dos años; el resultado no fue la caída de la bolsa, sino que Gran Bretaña, España y Francia vinieron a cobrarnos por las malas y de ahí se derivó la intervención francesa —por cierto, Juárez se dio cuenta de su error y derogó su decreto, pero ya era demasiado tarde. —“¿Para qué se mete en camisa de once varas señor presidente” —le dijeron a Lerdo de Tejada en 1875—; “elevar a rango constitucional las leyes de reforma (1873) fue más que suficiente”. —“¡No! yo quiero expulsar de México a las hermanas de la caridad”. Corte a: se echó a la sociedad en su contra y al año siguiente fue derrocado por otras razones, pero nadie lo lamentó.

En mayo de 1911, don Venus lo vio venir y dijo: “revolución que transa, revolución que se suicida”, pero Madero no prestó oídos a nadie, más que a su convicción de que todos eran hombres de buena fe —incluyendo sus enemigos— y como además tenía un respeto irrestricto por la ley y las instituciones, por eso en los tratados de Ciudad Juárez (1911), aceptó mandar a su casa al ejército maderista y permitir que el ejército federal que defendió a Porfirio Díaz en la revolución permaneciera intacto; y de pilón —como decía la ley—, aceptó que el secretario de Relaciones Exteriores de Porfirio, Francisco León de la Barra, asumiera el poder como presidente interino. Pero no se esponjen, conseguimos un mártir en 1913.

“Si ganamos, qué ganamos, y si perdemos lo perdemos todo”, fue la frase de Obregón cuando el presidente Calles reglamentó el artículo 130 constitucional y le apretó el pescuezo al clero lo que terminó en una guerra —la cristera— con más de 75 mil víctimas—. ¿El clero debía ser puesto en orden? Por supuesto, pero la soberbia presidencial clausuró cualquier camino razonable para hacerlo. Lo paradójico es que si bien el clero mexicano perdió la guerra, en realidad resultó ganador, mantuvo su estatus y se acomodó requetebién dentro del sistema político priista durante el resto del siglo XX, el verdadero perdedor fue parte del pueblo, la que había tomado las armas.

Todavía no toma posesión y el Presidente electo ya siguió el camino de sus antecesores; anotó en el marcador de las decisiones absurdas con el tema del nuevo aeropuerto. Canceló Texcoco “a la viva México” y por sus pistolas. No hubo lugar ni para la mesura ni para la prudencia; tenía ocho mil opciones distintas, más cercanas a su discurso contra la corrupción y en defensa de la austeridad, pero pudo más su soberbia revestida de consulta. Su decisión no significa el apocalipsis mexicano, pero habrá consecuencias y despilfarro y como dice el dicho popular: “mal empieza la semana para el que ahorcan en lunes”.


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