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Nueva Época

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Columnas lunes 03 de diciembre de 2018 -

Las imágenes no podrían ser más contrastantes: el ahora expresidente de la República, Enrique Peña Nieto, arribó a San Lázaro con una comitiva de varias camionetas negras Suburban. A su llegada únicamente podían verse hombres vestidos de traje negro con lentes oscuros y micrófonos debajo de los sacos. Presenciamos la salida de un Presidente atemorizado de su propia gente, protegido dentro de una burbuja donde siempre se sintió más cómodo. Mostró el alejamiento de sus aún gobernados que contrastó brutalmente con la llegada de Andrés Manuel López Obrador en un Jetta blanco y con prácticamente nula seguridad. Las imágenes de su trayecto desde Tlalpan hasta el Congreso mostraban a varios ciclistas acercarse a su coche a mostrarle su apoyo o a pedirle que no les fallara. Escenas que no habíamos visto en el pasado.

Ya en el recinto de San Lázaro, el presidente López Obrador se dejó tocar, abrazar, fotografiar. En cambio, Peña Nieto entró prácticamente solo y se fue acompañado por un puñado de diputados. Ni siquiera pudo irse por le puerta principal. Prefirió salir por una de las puertas laterales del edificio. Eso fue, en imágenes, la historia de ayer: un presidente que se sabe derrotado y uno que se sabe victorioso.

El nuevo Presidente dejó algo en claro: el país va a cambiar. El neoliberalismo se ha acabado. La corrupción terminará pronto. Su estilo personal no tendrá ningún símil con el de sus antecesores. Lo veremos, puedo intuir, comiendo en mercados populares, caminando por el Zócalo de la Ciudad de México camino al trabajo, saludando y platicando en las salas de espera del aeropuerto antes de tomar un avión…

López Obrador hará —ya lo está haciendo— que cambien todos los símbolos de la vida pública mexicana. Cómo hablamos de la política, en qué términos, en cuáles coordenadas, referencias históricas, culturales, intelectuales. A partir del sábado, el país entró a una nueva etapa en su historia. No sé si una cuarta transformación, pero sí una etapa nueva.

Quiero subrayar una línea del discurso del Presidente: “No tengo derecho a fallarles”. Es extraño escuchar a un mandatario, ya no sólo en este país, sino en el mundo, subir las expectativas de su gobierno en lugar de apaciguarlas y moderarlas. López Obrador confía en él y en su equipo. Confía, prácticamente sin titubeos, en que pasará a la historia como un buen presidente.

Eso hay que respetarlo y reconocerlo. Habrá que ver si estará a la altura de sus propias expectativas.


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/CR

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