Columnas
En uno de los versículos más debatidos del Evangelio de San Mateo, Jesús afirma: "Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene".
Lo mismo se puede decir del siglo XXI. Y es que siempre ha habido muchos pobres y pocos ricos. Pero nunca como hasta ahora nos hemos hecho conscientes de que tan desiguales somos. Es la globalización de nuestras diferencias. Las oportunidades de unos, son las carencias de otros. Son ustedes Y nosotros. Pero cuando la diferencia es mucha, el “Y” ya no significa nada. Y donde nada une, los “contras” se llenan de sentido. Dos ejemplos:
Primero. Casi la totalidad de terroristas de la yihad en los últimos años son segunda generación de migrantes. Viven en ciudades de “primer mundo” pero habitan en guetos pobres, violentos y con pocos servicios; acuden a escuelas de “primer mundo”, pero la gran mayoría tendrá dificultades de hallar empleos que no sean de salario mínimo; hablan la lengua de un país de “primer mundo”, pero no rezan en ella. Sus padres dejaron la patria para que sus hijos tuvieran mejores oportunidades. Pero a sus ojos, no hay tales; el “primer mundo” es una postal que miran de lejos. No les pertenece aunque lo habiten. Es así como se va formando la identidad del “no poder”. Esa identidad es odiosa. Nadie la soporta. Ahí es donde el oportunismo de los grupos radicales hacen tanto daño. Cualquier invitación a “poder” es redentora. Incluso si ese “poder” sea de destrucción.
Segundo. En las recientes elecciones brasileñas Bolsonaro ganó en 97% de las ciudades más ricas y Haddad en 98% de las ciudades más pobres. La primera lección es una confirmación: el populismo, incluso en Latinoamérica, no necesita de la pobreza. Parece ser que el éxito de los populismos en el mundo poco tiene que ver con el PIB o las finanzas. En cambio, mucho tiene que ver con la sensación de empoderamiento que dan los autócratas. En la tiranía de lo políticamente correcto, el déspota es un “redentor”. Pareciera que nuestro discurso por la afirmación de las minorías, ha generado una acumulación de identidad de “no poder” en una buena parte de las mayorías, y pareciera que está explotando.
El terrorismo y el populismo son síntomas oportunistas de un causa común: la identidad de impotencia. Cuando uno se define como víctima, todo es agravio. Cuando todo es agravio, la vida se vuelve una revancha. Quien ofrece la oportunidad de devolver el golpe, se convierte en un salvador. Porque el “no poder” es odioso.
No me cabe duda, en la identidad del desempoderado, del impotente, se encuentra el gran peligro de nuestras democracias.